¡Dio ti mantenga signore!, o sobre los comitentes

El Renacimiento fue un periodo próspero para el arte, debido a las circunstancias políticas, económicas y sociales en que se hallaba Europa, principalmente Italia. Las guerras territoriales, el desarrollo del comercio y el acceso de mercaderes, banqueros y condottieros a los círculos del poder, generaron una nueva clase social que, además de los monarcas y la Iglesia, empezó a encargar obras de arte con las que creó un nuevo lenguaje visual para legitimar su posición.

ANDREA MANTEGNA. Camera picta (detalle), 1465-1474. Palacio ducal, Mantua

La recuperación de la Antigüedad y el naturalismo, que comenzó a despuntar en el Trecento italiano de la mano de Giotto o de los Pisano en el terreno plástico, o de Dante, Boccaccio y Petrarca en el literario, cristalizó en el Quattrocento por parte de una aristocracia rica e ilustrada, que marcó una independencia intelectual con respecto al saber que se había desarrollado hasta entonces en los monasterios y las universidades.

Las ideas y el arte empezaron a desacralizarse y el hombre se constituyó en el epicentro del mundo sensible. Se tomó conciencia —a merced del descubrimiento del «Nuevo Mundo», del desarrollo de la ciencia, los avances técnicos, la recuperación y traducción de textos antiguos, así como el descubrimiento y coleccionismo de obras materiales de la Antigüedad clásica—, de que todo lo que se sabía hasta ese entonces no era todo lo que existía.

Al fondo: LEONARDO DA VINCI. Dama del armiño, 1489. The National Museum, Cracovia.

Todo esto amplió la mentalidad y sensibilidad de las clases pudientes y de los artistas. Surgieron nuevas necesidades en la aristocracia, que propiciaron nuevas formas de expresión; su finalidad era enaltecer tanto su imagen como su posición social, así como perpetuar su memoria. Para ello se avalaron en la demostración pública de la grandeza personal y del linaje, a través de la magnificencia y la gramática del poder. Gracias a todos estos cambio psicológicos en las clases dominantes, fue posible que el arte del Renacimiento se desarrollara de la manera en que lo hizo, creando con ello los principales códigos artísticos de todo el arte de la Edad Moderna.

La cultura renacentista no se entiende sin los mecenas o patrones; durante el Quattrocento fueron los señores —príncipes— más poderosos de las ciudades italianas, como los Montefeltro en Urbino, Isabella d'Este en Mantua, los Sforza en Milán o los Medici en Florencia, paradigma éstos últimos del mecenazgo renacentista. En el Cinquecento los principales protectores de las artes y las letras fueron los monarcas: Carlos V, Francisco I, Felipe II…, y, por supuesto, el papado.

FRANCESCO ROSSELLI. Tabla Strozzi, 1472. Museo Nacional de San Martino, Nápoles.

Siguiendo la tradición medieval, los comitentes solían proponer la forma de realizar las obras, pero algunos fueron capaces de entender y apreciar el genio de ciertos artistas, concediéndoles la suficiente libertad para crear. La gramática del poder y la magnificencia no sólo necesitaba buenas ideas, sino que necesitaba a los mejores artistas para desarrollarlas. Gombrich señala que el amor por la fama de los nuevos mecenas ayudó a que los artistas pudieran escalar en su posición, ya que:

…erigir magníficos edificios, encargar magníficos mausoleos, grandes series de frescos, o dedicar un cuadro al altar mayor de una iglesia famosa, era considerado un medio seguro de perpetuar el propio nombre y erigir un valioso monumento a la propia existencia terrenal. Como existían muchos centros que rivalizaban por conseguir los servicios de los maestros renombrados, ahora les tocaba a éstos imponer sus condiciones (1990, 218).
GIULIO ROMANO. Logia Palacio del Té, 1536. Mantua.

Al igual que en la Edad Media, lo común fue que las obras estuvieron sometidas a contratos. Solían ser obras por encargo, en las que se especificaba el tipo de obra, la temática, los personajes, los colores y la técnica que había de ejecutarse. Por filantrópico que nos parezca, el mecenazgo siempre estuvo motivado por fines utilitarios: afirmación del poder, prestigio social o conveniencias religiosas; sin descartar, por supuesto, el placer estético. Existió una dinámica entre artistas y patronos, en la cual ninguno daba nada sin recibir algo a cambio. Es innegable que: «los intereses movidos por patronos y mecenas han jugado un papel importante, decisivo a veces, en la configuración y aportación del arte que bajo su patrocinio se ha producido» (Rodríguez-Acosta 1986, 16).

GRABADO DE ÉTIENE DUPÉRAC. Proyecto de Miguel Ángel para la Plaza del Campidoglio, Roma, 1568.

Los comitentes importantes de los siglos XV y XVI, no sólo disponían de los medios económicos para llevar a cabo sus proyectos, sino que tenían suficiente cultura y conocimientos artísticos para concebirlos.

Gracias a la invención de la imprenta, la edición de tratados y de estampas, los comitentes tuvieron acceso a los nuevos conocimientos, formas de arte e ideas, que circulaban de unos lugares a otros; es decir, que los mecenas tuvieron acceso a todo ello, sobre todo a partir del siglo XVI.

Imagen del fondo: BRONZINO. Retrato de Leonor Álvarez de Toledo con su hijo, 1540. Galleria degli Uffizi, Florencia.

En el Renacimiento existieron tres tipos de patronazgo. En el «sistema doméstico» se establecía una relación personal entre el artista y su patrón, tal fue el caso de Cosme de Medici con Donatello, o el de Ludovico Sforza en Milán con Leonardo da Vinci. El «sistema por encargo» fue el más común, encontramos en él el patronazgo de monarcas, príncipes, nobles, concejos, scuolas, papas…, que sintieron la necesidad de mostrar su grandeza.

SANDRO BOTTICELLI. Escenas de la Historia de Nastagio degli Onesti, 1483. Museo Nacional del Prado, Madrid.

Así, mandaron construir villas, palacios, iglesias o añadidos a las mismas, hospitales y casas consistoriales, lonjas, puertas en las ciudades etc., todos ellos con su respectiva iconografía alusiva al linaje o a la grandeza del comitente. También se encargaron pinturas y esculturas para decorar dichos espacios, como fue el caso de la tabla realizada por Berruguete para el studiolo de Federico de Montefeltro. Por último, existía el «sistema de mercado», en el cual el artista producía obras que vendía directamente al público, pero fue el más desafortunado.

Ya se comentó que los grandes mecenas produjeron grandes obras de arte al rodearse de los mejores artistas. Ahora toca hablar, para hacerles justicia, de tres de estos «señores», lo que ampliará y complementará lo anteriormente expuesto.

Federico de Montefeltro (1422-1482).

Representa el prototipo del príncipe italiano del Quattrocento. Obtuvo el ducado de Urbino al matar a su hermanastro, es decir, que como tantos otros príncipes, obtuvo el poder por las armas; a pesar de lo cual fue amado y querido por todos, ya que realizó numerosas obras para el bien común. En las ciudades italianas del siglo XV, los príncipes ejercieron un dominio que hizo que el Estado se identificara con su persona, su palacio era la sede del poder. Burckhardt señala que el estado de Montefeltro era algo así como una «obra de arte»:

…en la corte habitaban 500 criaturas, y en ella la etiqueta era tan refinada como apenas sucedía en las de los más poderosos monarcas; allí nada era superfluo, todo estaba bajo control y todo tenía una exacta finalidad. Y no era éste un lugar de juego, vicio o fanfarronería, sino que incluso figuraba como institución organizada para la educación de los hijos de otros grandes señores, cuya buena instrucción era para el duque una cuestión de honor. El palacio que se hizo construir no era lujoso, pero sí clásico en la perfección de su trazado; y en él hizo acomodar su más preciado tesoro: su famosa biblioteca (2020, 76).

Derecha: PIERO DELLA FRANCESCA. Díptico de los duques de Urbino, 1472, (detalle). Museo Nazionale di Capodimonte. Nápoles.

Juan Rodríguez de Fonseca (1451-1524).

Promotor de la Escalera dorada de la catedral de Burgos, fue obispo de Badajoz, Córdoba, Palencia y Burgos, y estuvo implicado en la edificación de edificios religiosos en el Nuevo Mundo. Como segundón de una gran familia castellana bajomedieval, tuvo una esmerada educación a manos del humanista español Antonio de Nebrija (ca.1444-1522).

Fue una figura significativa del panorama artístico de su tiempo, que cabalgó entre el tardogótico y la implantación de las formas renacentistas en España. Dejó una serie de obras artísticas en sus catedrales, que demuestran su interés en la adecuación de las mismas, así como un deseo de perpetuar su propia memoria. Antes de que se construyera la Escalera dorada, contrató a Francisco de Colonia para que realizara la Puerta de la Pellejería, en la misma catedral de Burgos, la cual se remató con la efigie de Rodríguez de Fonseca: aparece como orante ante la Virgen con el Niño, y también aparece su escudo. Esta portada incorporaba el modo al romano de principios del siglo XVI en España, consistente tan solo en la ornamentación.

Además de las obras arquitectónicas, prestó atención a los objetos suntuarios que acompañaban a la actividad litúrgica. Donó gran cantidad de obras a los templos: orfebrería, libros, tapices y pinturas, en las cuales también se hizo representar como donante. Prueba de ello son la pintura de la Virgen de la Antigua que donó a la catedral de Badajoz, o la tabla central del retablo del transcoro de la Catedral de Palencia, donde también aparece como donante.

Alejandro Farnese (1468-1549).

Alejandro Farnese, papa Pablo III (1534-1559), fue uno de los grandes patronos del Renacimiento. A los veinte años marchó a Florencia para perfeccionar sus estudios. Fue ahí donde tuvo relación con Lorenzo de Medici, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola y Giovanni de Medici, amigo muy cercano y futuro papa León X. En la corte medicea, Farnese adquirió el gusto por el arte; ahí conoció también a Miguel Ángel y Antonio da Sangallo, a quien le encargó, cuando era cardenal, la construcción de su palacio en Roma. En 1540, ya como Pablo III, aprobó la creación de la Compañía de Jesús; siendo Vignola quien proyectó su iglesia, Il Gesú (1568-1584) donde Farnese pensaba enterrarse. Vignola también trabajó en la magnífica Villa Farnese de Caprarola —sobre un proyecto de Sangallo—, de planta pentagonal.

Los cardenales vivían con todo el boato de una corte principesca: recepciones, banquetes y ceremonias llenaban gran parte de la vida cortesana de Alejandro Farnese. Las numerosas rentas que recibía le permitieron convertir su palacio en un círculo de artistas, músicos y literatos. Se sabe que su entretenimiento favorito era el teatro, siendo el español Juan de la Encina quien le preparaba las representaciones. Entre sus prioridades estuvieron el asegurar los Estados Pontificios y reforzar la posición de su familia.

Farnese fue uno de los grandes patronos del Renacimiento. Para perpetuar su imagen, se hizo retratar en distintos momentos de su vida por Rafael y Tiziano. A Miguel Ángel le encargó que pintara el Juicio Final de la Capilla Sixtina, y supervisara los trabajos de la basílica de San Pedro del Vaticano; construyendo así el espacio sagrado más importante de la Roma renacentista, en un momento crucial: el de la Contrarreforma.

Derecha: TIZIANO. Retrato de Paolo III, 1543. Museo Nazionale di Capodimonte. Nápoles.

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Maria Artigas