brumas de otoño CONVERSACIONES CON MI PERRO bajo la lluvia

En cierta ocasión, Mary Oliver escribió: "Ahora entiendo por qué los viejos poetas de China se internaban tan lejos, tan alto en las montañas, y luego se arrastraban dentro de la pálida niebla.

La puerta del bosque es la puerta del templo. En las acuarelas taoistas de shan shui, el viejo chino de la montaña es el hombre, antes agitado, en competencia con la vida y ahora sosegado, que entra en competencia con la muerte, atraído hacia la austeridad, que es lo último en lo que se especializa. Es algo que aprendimos de Roth.

La gente da por hecho que en un ecosistema así se sentiría a salvo. Pensamos que es la clase de lugar donde no tendríamos futuro ni pasado, la clase de lugar donde uno puede descalzarse antes de entrar y dejar fuera en la puerta como un par de zapatos viejos todas sus magulladuras y todo el apetito y el deseo de aprobación y toda la confusión que produce el desafío de vivir. A veces, uno siente que desea dar pasos lentos y pensar pensamientos apropiados.

UN LATIDO DE CORAZÓN A MIS PIES

Un perro, especialmente un perro viejo, puede sentarse contigo y dejar que el silencio se convierta en conversación. Sin juicios, sin opiniones, solo una presencia que llena el vacío.

A un perro no le importan los coches de lujo, las casas grandes o la ropa de diseñador. Un palo mojado le basta. A un perro no le importa si eres rico o pobre, listo o torpe, sabio o tonto. Dale tu corazón y él te dará el suyo. Rómpele el corazón y te dará, a pesar de todo, una nueva oportunidad que no mereces.

No hay una elección mejor, especialmente si eres de la clase de humano que prefiere los palos mojados a las largas listas de propiedades en un mundo donde hasta los idiotas, o particularmente los idiotas, viven debilitados por el virus de la vanidad y por el deseo de retribución externa.

El lenguaje de la amistad no son las palabras, sino los significados. Para obtener todo el valor de la alegría, debes tener a alguien con quien compartirla. Un perro amigo es un regalo que te haces a ti mismo.

"Me gusta este lugar y estaría dispuesto a perder el tiempo en él". ― William Shakespeare
La puerta del bosque es la puerta del templo.
“Normalmente, voy sola al bosque, sin un solo amigo, porque todos sonríen y hablan y, por lo tanto, no son adecuados. En realidad, no quiero que me vean hablando con los pájaros ni abrazando al viejo roble negro. Tengo mi manera de rezar, como sin duda tú tienes la tuya. Además, cuando estoy sola puedo volverme invisible. Puedo sentarme en la cima de una duna tan inmóvil como un montículo de maleza, hasta que los zorros pasan corriendo despreocupados. Puedo escuchar el sonido casi inaudible de las rosas cantando. Si alguna vez has ido al bosque conmigo, debo amarte mucho”. ― Mary Oliver, Swan: Poems and Prose Poems

La poesía de la tierra nunca está muerta. Hoy, ahora mismo en realidad, hemos tenido que pinchar las nubes para ver el sol. Hay gente que se toma muy en serio aquel viejo consejo de Muir: "De todos los caminos que elijas en la vida, asegúrate de que algunos sean de tierra".

AMOR MAMÍFERO

La DIGNIDAD de tu PERRO reside en que PERTENECE A LA TRIBU DEL LOBO. La cuestión no es si tu perro te entiende —o si tú le entiendes a él—, sino que entre vosotros ocurre algo que no necesita ser comprendido. Hay una frontera, sí, pero no es un muro, sino un espacio habitable. Un lugar donde no se habla, pero se está. Un espacio prelingüístico —o postlingüístico— donde la lealtad no necesita contratos y el afecto no se razona ni se articula. Y ahí nace vuestro vínculo con ellos. En ese territorio que la razón no puede cartografiar, pero que el cuerpo reconoce. Y ahí, en ese país donde jamás ha entrado una palabra, sucede algo que identificáis como verdadero. En cierto modo, cuando actuamos así, es el viejo mono que llevamos dentro el que saluda al lobo como dos animales temblorosos buscándose entre las sombras de la selva. Llamarlo 'amor mamífero'.

HERMANO PERRO

El perro no es un ser que nos comprende sino un ser que nos acepta en nuestra totalidad desordenada y contradictoria. Su amor, si así queremos llamarlo, no es el pago a nuestra bondad, sino el modo en que reacciona a nuestra existencia misma, por el mero hecho de que ocupamos un espacio en su universo. Es una forma de comunión primigenia, una suerte de pacto prehistórico que aún late en la domesticidad de nuestros hogares, recordándonos que no todo lo significativo debe ser articulado (¿y no fue acaso esa la intuición de Wittgenstein?).

Miro a Louka y veo en él una melancolía intrínseca, una sombra de la antigua naturaleza salvaje que el hombre ha domesticado pero no erradicado del todo. Esa melancolía no es tristeza, sino una resonancia de la vasta e indiferente naturaleza de la que proviene, y a la que, en cierto sentido, anhela regresar. Es la tristeza de la adaptación, del compromiso entre la libertad indómita y la seguridad de la servidumbre elegida.

Louka, como muchos perros antes que él, porta la melancolía de la tribu del lobo, del que fue arrancado del bosque y devuelto al suelo doméstico a cambio de alimento, afecto y cierta paz. Hay algo doloroso en ese pacto también para ellos.

A veces pienso que cuando Louka yace en el umbral, con su mirada fija en el horizonte, no solo me aguarda a mí; espera también el eco de un tiempo perdido, de un instinto que aún susurra en sus genes. Y esa espera, esa melancolía serena, me confronta con mi propia pérdida de la conexión con lo primario, con la tierra que hemos cubierto de asfalto y de ruido.

“Quienquiera que seas, no importa cuán solo estés, el mundo se ofrece a tu imaginación, te llama como los gansos salvajes, áspero y emocionante, anunciando una y otra vez tu lugar en la familia de las cosas ”. — Mary Oliver
“Cuando termine, quiero decir: toda mi vida fui una novia casada con el asombro", escribió Mary Oliver.
Es asombroso amar a un perro, ¿cierto? Junto a la lápida donde los sepultamos, valdría para todos este mismo epitafio: “Lo dio todo y pidió poco”.
“La mayoría de las experiencias estéticas suceden en un espacio en el que nunca ha entrado ninguna palabra”. ― Rainer María Rilke

Si los perros hablaran recitarían poemas de Rilke. "Deja que la vida te suceda. Créeme: la vida tiene razón, siempre". Y si los humanos tuvieran sentido común terminarían por entender el valor del silencio y de la introspección.

El mejor consejo que podemos darle a un amigo o a un hijo es que sea la persona que su perro cree que es.

Mary Oliver “tenía una perrita que amaba las flores, una cosita salvaje que nunca fue a la escuela. Caminaba con paso rápido por los campos, pero se detenía para ver la madreselva o la rosa, su cabeza oscura y su nariz húmeda rozaban el rostro de cada una con sus pétalos de seda, y su fragancia se elevaba hacia el aire donde revoloteaban las abejas, con sus cuerpos cargados de polen; y adoraba fácilmente cada flor, no de la manera seria y cuidadosa en que elegimos esta flor o aquella, de la manera en que alabamos o no alabamos, de la manera en que amamos o no amamos, sino de la manera en que anhelamos ser, así de felices en el cielo de la tierra, así de salvajes, así de amorosos”.

Todo lo que importa cabe dentro de mi perro Louka y de unos versos de Rilke: "Sí, todo arte es el resultado de haber estado en peligro, de haber vivido una experiencia hasta el final, hasta el punto donde no se puede ir más allá".
Omnia vincit amor; et nos cedamus amori.

EPÍLOGO: UNA HISTORIA TUVANA

Os voy a contar una historia, la clase de historia que solo tiene sentido para la gente especial como tú. El cantante tuvano Oidupaa Vladimir Oiun pasó 33 años en una colonia penal rusa, condenado por asesinato y violación. Allí parió «Música divina desde una prisión». Grabó el casete en la oficina del alcaide. No vivió mucho más desde su liberación, pero antes de fallecer alcanzó una cierta versión modesta de éxito en la vida. Fue tan popular como podría ser, pongamos, el Mark E. Smith de los cantantes de Tuvá. Escuché decir que le invitaron a tocar en Suecia y en Polonia. Anduvo por aquí y allá con su bayán y sus mujeres, tal y como yo soñé que le vi una vez en Lituania. Estaba sentado en un parterre junto a ellas y una gran maleta de madera mientras los pocos transeúntes que se aventuraban por las calles heladas pasaban a su lado indiferentes y ajenos a la grandiosidad del acto artístico al que volvían la espalda.

En una ocasión, una periodista le preguntó a Vladimir sobre su música y él respondió: «Lo que hago no es nuevo, sino viejo olvidado. Desde tiempos bárbaros, todas las naciones han asustado o hechizado a los animales con diversas onomatopeyas o, como decimos ahora, canto de garganta». Cuando leí aquellas palabras por primera vez me vino a la mente el pequeño Dersu Uzalá de Kurosawa charlando con las brasas crepitantes de una hoguera en compañía del capitán Arseniev y de sus hombres. Ambos, Dersu y Vladimir, eran hijos de la taiga y ambos tenían el alma hermosa de un brujo animista habituado a conversar con el agua y con el tigre como iguales.

Los cantantes tradicionales de Tuvá solían interpretar sus canciones en lugares con una acústica especial como cuevas o ríos. Enfatizan los armónicos por encima del ritmo y muy frecuentemente, guardan silencio en medio de las composiciones para darle la opción a responder al río, a la cueva, a la naturaleza y sobre todo, al propio silencio. Hay demasiada algarabía ahí fuera para las sutilezas de la auténtica belleza, demasiados post nerviosos interponiendo ante nosotros un bastidor de fruslerías y asfixiando entre trivialidades cualquier intento de aprehender la verdad de las cosas, que no existe más que como un legítimo derecho humano a ponerle nombre a nuestro extrañamiento. Las canciones de Vladimir son perfectas para los inviernos en la montaña porque parecen formar parte del bosque y de las cosas del bosque, aunque hayan nacido en un gulag.

Pero ahora viene lo bueno. Durante la conversación que mantuvo a las puertas de la muerte con la periodista, Nadezhda Antufieva interrumpió a Vladimir y le dijo: “Te llaman el Charles Manson tuvano”. Oidupaa guardó silencio y comenzó a tocar una melodía de la película Mi dulce y gentil bestia. Luego interpretó una polonesa de Oginsky y un vals... Finalmente, le respondió: “Me han calumniado durante muchos años. Pero sobre la experiencia de la prisión, creo que no vale la pena hablar”.

«¿Y de qué quería hablar?», es posible que os preguntéis. Habló de la melodía de las montañas y del ladrido de los perros. Habló del zumbido del ventilador, que era el modo en que se expresaba ese aparato, según Oidupaa. Habló de los discos de Claudia Shulzhenko, Pyotr Leshchenko y Leonid Utesov que escuchó durante su vida intrauterina. Habló del año de la varicela y de los remedios de glándulas de ciervo y de bilis de oso que los tuvanos utilizaron para combatir la enfermedad. Su mamá perforó la vena de una cabra y le dio a beber la sangre para hacerle sudar. Y mientras Vladimir luchaba contra el mal, llegó su padre de un viaje y le regaló un acordeón. Su padre era un trabajador soviético, el presidente de un koljós.

El viejo músico ciego recordaba la noche en que su madre le entregó unos pollitos para que los cobijara y calentara bajo la camisa y el modo en que los resucitó con todo el amor del que era posible, antes de convertirse en el asesino en quien no se reconocía.

“Una vida no es suficiente para la música”

Cuando era niño, solía salir por ahí en bicicleta con una hacha tuvana hecha de una sola pieza de hierro para cortar pequeñas ramas de sauce con las que alimentaba a los conejos mientras su padre cabalgaba libremente por entre los maizales, los trigales y los campos de mijo y de centeno. A las puertas de la muerte, Vladimir comenzó a pensar en el pasado. Recordó su vaca y sus terneros, su gato y los conejos a los que alimentaba. Pero sobre todo, recordó a un viejo perro llamado Burán, que significa "ventisca" en ruso.

Así que Vladimir Oidupaa está en la sala del hospital de Kyzyl. El aire huele a yodo y a leña mojada. La nieve golpea los cristales y un médico murmura algo que el cantante moribundo no consigue escuchar. Cierra los ojos y, en la penumbra interior, siente junto a su camastro al viejo Buran, el perro de su infancia, que ha venido a buscarle para acompañarle al otro lado. Y lo ve de nuevo como la primera vez: un laika de pelo grueso, blanco y gris, nacido un día de tormenta en la taiga de Tannu-Ola. Lo mira y observa su hocico manchado de nieve y de algún modo percibe el olor a humo de abedul y a grasa de yak de su aldea y le reconforta el calor del pelaje de Buran contra su costado y vuelve a ver la noche azul de la estepa como cuando ambos salían a buscar leña. “Buran”, quiso decir, pero el nombre se quedó flotando en el silencio. En ese último instante, antes de que el mundo se disolviera, creyó oír de nuevo el bramido del perro en la nieve, un tono profundo, como el de su canto de garganta. Así es como sucedieron las cosas. O tal vez lo haya inventado.

Como decía Mary Oliver, yo a Louka le pido muy poco, "solo que me siga por el campo descalzo de juicio, sin pronunciar palabra cuando me detengo a mirar un pájaro, o me demoro junto al estanque como si el mundo hubiera terminado allí".
Hey, babe!

Louka no pregunta. No teme al silencio y no tiene la urgencia de lo humano, esa obsesión por explicar lo inexplicable.

Así que basta con que me mire y mueva la cola para recordarme que estoy vivo y que él también lo está.

Lo bueno de ellos es que no llevan la vergüenza a cuestas. Cuando Louka me mira, lo hace con todo su cuerpo. Esa entrega absoluta, sin ironía ni reservas, se convierte para uno en espejo brutal.

Si lo pierdo antes de que él me pierda a mí, no será solo él lo que se vaya, sino ese espacio sin juicio, esa alegría súbita que siempre irrumpe en medio de mi alegría (para reforzarla), de mis tribulaciones (para orinar sobre el sofá con el fin de subrayar la insignificancia de las cosas) y de mis duelos (para sanarme las heridas recordándome que, antes que con las botas puestas, uno debe morir haciendo molinetes con la cola).

Alguien dijo que tu perro jamás te permitirá hundirte del todo. Te saca a la calle. Te obliga a existir.

Uno de los párrafos más hermosos sobre ellos que jamás he leído se lo debemos a 🐶 Paul Auster – "Tombuctú", una novela narrada desde la conciencia de un perro:

*“Mr. Bones sabía que Willy estaba muriéndose, pero no lo entendía del todo. Sólo sabía que su olor cambiaba, y que ya no cantaba ni escribía con la misma energía. Así que se acostaba a su lado más tiempo. Le lamía las manos con más frecuencia. Le miraba con esos ojos enormes, que no preguntan nada pero lo entienden todo.”*

Un latido a mis pies

Para Louka, de Ferran.

Créditos:

Ferran & Louka