LA POSIBILIDAD DE CONOCERSE A UNO MISMO
PARTE II
Por Diego Alejandro Ramírez Mendoza
Es evidente que la gente siempre ha buscado contar historias, pues una característica que tenemos como seres humanos es que nos gusta ser escuchados y depositamos nuestro deseo de trascendencia en los demás. Al mismo tiempo, nos gusta entretenernos (sobre todo cuando hemos logrado cubrir nuestras necesidades básicas) y tratar de replicar y explicar nuestras experiencias en el mundo de la vida, pues, tal y como lo establece el académico Isidoro Moreno Sánchez en su artículo intitulado: Cultura digital y sociedad relato AUDIO-visual:
"Somos hijos de los relatos. Podemos añadir que desde siempre la sociedad ha sido una sociedad relato (cuentos, fábulas, mitos, parábolas...) y los nativos digitales, valiéndose de las TIC, optan cada vez más por una sociedad relato AUDIOvisual en entornos interactivos ubicuos y por el consumo de aparatos tecnológicos para consumir y crear esos relatos" (Moreno, 2011, p. 31).
Sin embargo, esos relatos ya no son más contados cara a cara alrededor de una fogata, con la intención de generar algún mito honesto para cohesionar a esa comunidad, sino, repito, meras fachadas que no necesariamente nos representan tal y como lo presumimos tras la pantalla. Volviendo al texto de Aguado (Mediaciones ubicuas…), citaré lo siguiente: “Los usuarios más jóvenes, a su vez, son más propensos a mostrar fachadas híbridas y, por lo general, combinan aspectos afectivos, relacionados con el interés (como la música o la tecnología), políticos y de entretenimiento” (Aguado, 2020, p. 103). Y, más adelante, Aguado agrega que “los usuarios son cada vez más conscientes del hecho de que la intercomunicación entre diferentes medios sociales también significa intercomunicar sus fachadas digitales y tener diferentes interlocutores con acceso potencial a aspectos no estratégicamente contextualizados de su identidad” (Aguado, 2020, p. 109).
Si más arriba dije que debíamos aceptar que somos lo que somos por y en los otros, gracias a sus cuidados y reconocimientos, el pensar en que nuestras interacciones están cada vez más intermediadas por algoritmos y por fachadas construidas en aras de la aceptación social y la evitación de los conflictos, el autoconocimiento se reduce hasta sus ruinas, mismas que no son ya lo que alguna vez fueron en tanto vestigios de la historia y el devenir del hombre, sino los desechos indeseables y podridos de lo “anticientífico”, “arcaico” y “retrógrada”, porque el pasado nos parece indeseable y sus herencias junto con él, por lo que las hemos desechado al vacío del mundo de los datos agolpados en una memoria colectiva que pronto los empieza a olvidar y se queda sin sostén, desconfiando de todo y de todos, a los que cada vez percibe más lejos y le parecen cada vez más intangibles gracias al espejismo de la pantalla que “nos engaña por nuestro propio bien”. Si hoy hay que quitar del medio lo que resulta áspero, pronto se irá por completo ese otro ser humano con el que se podía avanzar y discutir, polemizar y descubrir, pues reinará “el infierno de lo igual”, en donde el lenguaje, como casa del ser, perderá su esencia y dejará de producir significado para reproducir hasta la náusea un lenguaje no humano (y perfecto, por lo tanto) de ceros y unos en donde todos los relatos estarán prefabricados por un algoritmo que como hoy, y cada vez más, nos dirá: “Yo sé lo que quieres mejor que tú”, como también sostiene Aguado (p. 30).
En este sentido, creo que valdría la pena detenernos todavía más en las reflexiones de la gran e insigne Mane Tatulyan, ya que sus cavilaciones nos ayudarán a darnos cuenta de que en una sociedad donde reinen los datos, el progreso liberado de su idea original (progresismo) y lo políticamente correcto en donde las categorías fundamentales son “opresivas”, se abrirá paso a una ontología diferente, ya que todo se volverá pos (como ya apunté más arriba del texto): posmoderno, posverdadero y, más importante aún, posmetafísico. Eso quiere decir que en una sociedad datificada (como apunta a ser la nuestra), todo será cuantificable y matematizable; si antes había oportunidad para poder pensar en lo oculto, aquello que también agitaba el espíritu humano al admirarlo y causarle la duda, ya todo empieza quedar des-ocultado, porque todo lo que permanece “por descubrir” resulta absolutamente insoportable por no adecuarse a una sociedad friendly que busca lo inmediato. Es decir, no es extraño que hoy haya miles de cursos que obedecen a la lógica de la mercancía: no hace falta más leer libros, no más Descartes, Kant, Schopenhauer, ni Platón o Aristóteles. ¿Para qué leer la Metafísica, las Confesiones o El mundo como voluntad y representación si hoy puedo acceder a una plataforma que contiene dentro de su sistema varios resúmenes audibles para poder “concentrarme en las ideas básicas” de obras distintas sobre diferentes tópicos, con el objetivo de “convertirme en el sujeto más interesante de la habitación”? O, mejor aún, ¿para qué leer sobre epistemología, la Crítica de la razón pura, por ejemplo, si una inteligencia artificial me puede explicar y resumir cómo es que se construye un juicio sintético a priori?
La gente tiene miedo de ser sustituida por las inteligencias artificiales (IA), pero no se ha dado cuenta de que ese miedo ya se ha vuelto una realidad, y, asustados, nadie parece sino alegrarse de poder entregar trabajos escolares, tesis, o hasta dejar de acudir al médico, tras generar todo tipo de argumentos, síntesis, análisis y diagnósticos preguntándole todo al Chat GPT. Es decir, ya estamos siendo sustituidos y nosotros mismos perpetramos esa sustitución, no una empresa o un patrón tiránico, sino cada uno de nosotros cada vez que creemos ahorrar tiempo o “salirnos con la nuestra” delegando ¡Voluntariamente!, nuestras tareas y quehaceres a la inteligencia artificial, misma que nuestros influencers de confianza anuncian en reels de Instagram bajo títulos como: “¡La página que todo estudiante debería conocer!” O, “¡La próxima vez que te dejen leer un PDF, utiliza esta página para obtener resúmenes, ensayos y respuestas sobre tu lectura!”. Al respecto, Mane comenta que hoy la pregunta Kantiana por los límites y alcances de la razón a la hora de generar conocimiento que pudiera elevarse a un juicio universal y necesario ha quedado obsoleta, pues el ciberespacio, las computadoras y la ubicuidad que ellas mismas generan, nos prometen que se puede acceder a todo acontecimiento, tesis o descubrimiento en todo momento y lugar. Claro, “a todo” mientras se encuentre dentro de la cartografía de Google y habite, por tanto, dentro de la digitalidad, dentro de la web.
Dicho lo cual, insisto, hemos dado paso a una ontología diferente, también pos, posmetafísica. La ontología, pues, laxamente dicho, es aquella rama de la filosofía que se dedica al estudio del ser; esta, a su vez, se divide en teoría de la consistencia y en metafísica. La metafísica se pregunta por aquello que es, por la existencia primera, por el ser que es en sí y al cual todo lo demás remite. A lo largo de la historia, ha habido muchas respuestas para la pregunta metafísica de ¿Quién existe? Descartes, por ejemplo, planteó que existen los pensamientos de aquel que piensa y, al mismo tiempo, a partir de la actividad del pensar, afirma su propia existencia como eso: una substancia pensante. Schopenhauer dijo, más bien, que la existencia primigenia era un motor indiferente e irracional: la voluntad; Aquino contestó que era Dios quien existía como la idea perfecta, por ejemplo, mientras que Anaximandro dijo que era lo indeterminado, el ápeiron. En fin, han sido varias las respuestas dadas y muchas las discusiones producidas, sin embargo, quizás aquello sea, en efecto, aquel en sí que es inaccesible (Kant), pero no por defecto, sino por virtud. Nos dice Mane (2021, p. 63): esa incapacidad de desciframiento completo es el que nos protege de un hombre totalmente verificado, de un mundo totalmente verificado. El sentido del mundo desaparece cuando desaparece el sujeto, al mismo tiempo que el sujeto se desvanece cuando el mundo se vuelve totalmente autónomo y objetivo. Si se dice que la Posmodernidad es un tiempo de crisis de sentido, a lo mejor es, precisamente, porque es un tiempo de crisis del sujeto. El sujeto se ha disuelto como fundamento, como voluntad, como representación, como forma, como logro y como libertad.
En una época sin trascendencia, solo queda lo que es puramente objetivo, formal y carente entonces de contenido, he ahí el carácter posmetafísico, en la ausencia de subjetividad y abundancia de datos cada vez menos interpretados, pero absolutamente operativos, cifrando un mundo carente de ilusión, pero sumamente veloz y muy productivo. La técnica nos destierra, eso ya lo dijo Byun-Chul Han, pero antes aún lo dijo Heidegger, pues en su Serenidad, escribió: El pensamiento que cuenta, calcula; calcula posibilidades continuamente nuevas, con perspectivas cada vez más ricas y a la vez más económicas. El pensamiento calculador corre de una suerte a la siguiente, sin detenerse nunca ni pararse a meditar. El pensar calculador no es un pensar meditativo; no es un pensar que piense en pos del sentido que impera en todo cuanto es (Heidegger, 1960, p. 23, las negritas son mías).
Ese es el carácter, nuevamente, posmetafísico, un pensamiento con ausencia de ser que es incapaz de conmoverse y, menos aún, de anonadarse o preguntarse, como lo dice el filósofo alemán, por aquello que es y que está más allá de lo calculable, sino aquel que apuesta por, cito a Tatulyan:
Un mundo totalmente expuesto, positivo, programado, cuantificado, técnico, artificial y, sobre todo, hiperreal. Eso es lo que le sucede al mundo cuando su comprensión se vuelve posmetafísica, cuando el materialismo tecnocientífico borra todo orden escatológico de las cosas. Ni siquiera es la búsqueda de un mundo perfecto, sino la fabricación de un mundo automático, de un mundo autónomo (Mane, 2021, p. 60, las cursivas son mías).
Estamos hablando de que en un mundo posmetafísico, la razón del hombre, incluso como objetivación más alta en los grados de la voluntad schopenhaueriana, se queda de lado, dejando atrás toda la dimensión simbólica que este había impreso en el mundo como la totalidad de las experiencias vividas que daban origen al arte, por ejemplo, mismo que lo ayudaba a liberarse del hastío de la existencia al sublevar al intelecto de los designios de la voluntad, dejándolo actuar como pura representación plasmada en un cuadro bello y desinteresado en aras de la pura contemplación. Pero si posmetafisicamente ya nada queda oculto para ser descubierto, porque ya está insoportablemente uniformado y positivado, liberado de su riqueza original, misma que se daba en la interpretación, por ejemplo, del lenguaje mismo cuando dos seres humanos al escuchar una misma palabra pensaban diferentes cosas, dando origen así a diferentes melodías, cuadros o poemas que encontraban su riqueza y posibilidad en la capacidad creativa-interpretativa, el mundo se volverá el infierno, mientras que el ser humano un simple indeterminado como un pixel más en la pantalla de la realidad virtual o de los datos estadísticos. Perderemos nuestra densidad ontológica y de ser animales racionales, pasaremos a ser un simple deshecho manipulable y disponible para ser reciclado en la esfera digital. Ontología diferente al final, de lo orgánico a lo inorgánico.
Insisto, ya las consecuencias se están haciendo visibles, pues si hoy la realidad de lo real ya no está disponible para ser descubierta he interpretada a partir de sus características, porque ya todo está positivado o por que la técnica permite cambiar su sentido original, esa pérdida del sentido se busca recuperar imprimiendo el sentido mismo en todos lados como un signo más de su misma liberación descontrolada. Es decir, si hoy “todo es una construcción social” no es sino porque nada es una construcción social, pues ello implicaría el acuerdo verdadero, siendo que no puede haber acuerdo si no hay una comunidad que se comunique con sinceridad, no a través de fachadas que buscan en el fondo la validación de la propia verdad personal como expresión del respeto, la inclusión y la diversidad (simple suma de subjetividades que pronto desaparecerán). Bajo ese paradigma, entonces no queda más que imprimir el sentido, desesperadamente, en todos lados. Hoy todo es verdadero, todo es meramente inmanente (y cuando no pretende serlo, no es más que paupérrimo) y todo absolutamente bello. Todo es ya indiferente porque nada importa en verdad. Dice Mane Tatulyan en su libro La singularidad radical…, específicamente en el capítulo intitulado: El cadáver del arte, que el sentido ya no está en las cosas, pues la técnica, la información y la positivación se lo ha arrancado por completo; hoy el sentido no está en las cosas, se le tiene que colocar a posteriori a partir del despliegue de más medios técnicos y el reconocimiento de las instituciones, pues por sí sola, la realidad ya no significaría absolutamente nada.
Si uno se refiere al arte, mismo que, como escribe nuestra filósofa, “refleja el zeitgeist [el espíritu] de una sociedad” (Tatulyan, 2021, p. 65), uno se encontrará con que, si hoy ya todo es arte, nada es arte y, entonces, todo queda sin posibilidad de brindarnos un escape del mundo que es el infierno de lo igual, de lo políticamente correcto, de la desconfianza y de la acción puramente estratégica. Lo anterior no es cosa menor, sino algo digno de ser tomado en cuenta, pues bien sea que se diga que “todo es una construcción social” o que “todo es arte”, implica, empero, un componente ontológico que no es favorable, sino aplastante, pues si bien es cierto que se ha convenido que el ser no se puede definir por ser un concepto obniabarcante, sí que es verdad que este puede decirse equívocamente, diversamente porque, como dijo Aristóteles, se manifiesta de muchas maneras, mismas que constituyen un mundo con sentido: perros, gatos, vivos, no vivos, pensantes, no pensantes, etc., todos son entes con sentido de los cuales se pueden predicar las categorías. Sin embargo, no pasaría así si se dice que todo es una “construcción social”, pues ello implicaría que para que las cosas sean lo que son, primero deben ser conocidas por un sujeto, siendo que las cosas son, independientemente de que sean o no conocidas, incluso los sujetos eran ya antes de que la categoría existiera. Por otro lado, si en verdad uno cree que “todo es arte”, entonces se debe tomar en cuenta que, en ese caso, se debe aceptar que, como bien explica la también diseñadora, El arte ya no tiene ningún privilegio ante los objetos cotidianos (de la misma forma que el hombre ya no tiene ningún privilegio sobre las otras especies). Y todas esas no-obras u objetos residuales reflejan la condición residual de nuestra realidad y la miseria insoportable en la que se ha convertido nuestra cultura. Hoy el arte no hace más que reproducir en alta resolución la copia de una realidad en descomposición y, a lo mejor, ahí mismo está su propósito: mostrarnos su ausencia (claro, mientras hace de esa ausencia un negocio). El arte ya no se diferencia con nada, ya no significa nada. Se ha vuelto tan solo el signo de su propia ausencia (Tatulyan, 2021, p. 71).
Si todo es arte, entonces nada lo es. Si todo fuese arte, lo sería también lo cotidiano, pero no lo genial creado por un artista en un momento especial de atemperamiento a la realidad que le permite observar lo que la realidad tiene de bello y merece ser exaltado, pero que, precisamente, ¡pasa desapercibido en la vorágine de la vida rodeada por objetos ordinarios y no artísticos! Es decir, el arte, a diferencia del ser, se dice unívocamente y esa univocidad le da su carácter propio: el artístico.
Luego entonces, en un mundo que se está quedando sin logos (sin poder ‘dar razón’ de algo, lo que sea) y sin tiempo por las prisas (con ausencia de ser), es un mundo en donde el autoconocimiento comienza a pasar de lo mundano a lo cósmico (como lo desconocido) y, por lo tanto, citando de nuevo a Mane Tatulyan y su libro del que tanto nos hemos servido ya: Todas las energías de nuestras sociedades están puestas en la individualización radical por haber convertido la identidad humana en una tarea y en hacer de todo el proyecto de vida el proceso de transformación hacia esa identidad; proyecto eternamente inacabado, por lo que luego debe invertir el doble de las energías en el tratamiento de la ansiedad generada por el vacío posliberación. Todos buscan ser diferentes, identificarse consigo mismos, por lo que se terminan volviendo clones; clones que pretenden diferenciarse unos de otros y que no son más que esclavos de sí mismos (y de quienes fomentan a toda costa esa liberación) (Tatulyan, 2021, p. 27).
En un escenario así, por supuesto que es entonces imposible hablar de una ética discursiva, pues el diálogo ha pasado a segundo plano por ser enemigo de una ‘yoidad’ posmoderna y rígida que no tolera la distinción por “rasposa”. Este nuevo yo, no gusta del debate, gusta de “cancelar” e indignarse, pues apenas ve amenazada su serenidad, alcanzada a causa de una dieta vegana, una vestimenta aesthetic, clases de meditación, lectura rigurosa de textos sobre “cómo ser mejor persona” o “cómo despertar al gigante que lleva dentro” y ser, además, absolutamente tolerante, inclusivo y diverso, enmudece al otro. Gadamer, de nuevo, ya nos advertía sobre esto y decía que, por lo general, es muy complicado percatarse de esa incapacidad para el diálogo cuando ésta nace desde nuestro lado, es decir, siempre tenderemos a culpar al otro por nuestra propia incapacidad, lo llamaremos “necio”. Al respecto, el alumno de Heidegger escribió lo siguiente: Uno dice: contigo no se puede hablar. Y el otro tiene entonces la sensación o la experiencia de no ser comprendido. Esto le hace enmudecer o apretar los labios con amargura. En este sentido la «incapacidad para el diálogo» es siempre, en última instancia, el diagnóstico que hace alguien que no se presta al diálogo o no logra entrar en diálogo con el otro. La incapacidad del otro es a la vez incapacidad de uno mismo (Gadamer, 1998, p. 209).
En fin, insisto, estamos inmersos en el lenguaje y eso nos hace vivir como (por lo menos hasta ahora) vivimos, recibir al logos de una manera específica, pero también limitada. No podemos conocernos al cien por ciento, porque somos imperfectos y finitos, incapaces de pensar en lo infinito, ya que ni la ciencia ni la filosofía pueden conocerlo todo, pues por más metódicas que puedan llegar a ser, la realidad es que, como escribió Stewart Richards en su libro intitulado: Filosofía y sociología de la ciencia: Si al estudiar la naturaleza, la ciencia inevitablemente afecta la esencia de aquello que se estudia, debe ser porque la ciencia después de todo sólo puede darnos la apariencia del mundo y no su realidad. Pareciera que nuestra situación no es mejor que la de los prisioneros de la Alegoría de La Caverna de Platón. Estamos, por así decirlo, encadenados y en una posición tal que sólo podemos ver las sombras de acontecimientos reales que ocurren en el mundo externo a nuestra caverna. Podemos estudiar esas sombras con gran exactitud, pero no tenemos acceso directo de la realidad que hay detrás de esas sombras (Richards, 2000, p. 91).
Luego entonces, debemos aceptar que somos limitados y no podemos conocer todo en realidad, ni a la naturaleza ni a nosotros mismos, pero sí podemos obtener conocimiento con la suficiente aceptabilidad racional como para considerarlo verdadero: somos humanos, mexicanos, hablamos español y tenemos concepciones del mundo muy parecidas; sabemos que matar está mal y que ayudar es deseable, por ejemplo. Dicho lo cual, tenemos que cuidar nuestras categorías, aquellas que dotan de sentido nuestras vidas y actividades, pero, sobre todo, no empezar a delegar las tareas que tienen que ver con la esencia del hombre a los algoritmos. Eso significa, claro, que no debemos dejar de cuestionar y cuestionarnos, pero debemos hacerlo de manera rigurosa, sin sacar conclusiones rápidamente o sin fundamento lógico (ni informal, ni formal y, menos aún, material).
Si permitimos que la situación catastrófica siga, pues, avanzando, al final, el cuerpo quedará entonces también liberado de su sentido original y así perderá su aliento vital, el alma, pues si no hay ya más metafísica, tampoco habrá más alma, pues esta es inaprehensible para la razón calculadora, que no soporta la perfectibilidad del cuerpo y por eso quiere deshacerse de él, dando paso a lo poshumano que ya no necesitará conocerse a sí mismo y ni siquiera podrá hacerlo, pues si no hay alma, tampoco hay adentro, si no hay adentro, no hay posibilidades de autoconocimiento, porque, siguiendo a la tan encomiada filósofa argentina, ya poco, casi nada, queda de la Modernidad, misma que pronto desaparecerá por completo y, si algo quedará de ella será, no su vivencia en el presente como el entusiasmo sentido por grandes hombres como Descartes, Kant o Diderot, sino su recuerdo como un estadio deslumbrante de la historia del ser humano en donde el espíritu se agitaba por la emoción sentida al haber descubierto el cielo, la Tierra y una nueva forma de usar la razón mucho más compleja que la manera en la que la habían usado los griegos (Aristóteles sobre todo) hasta la llegada del idealismo, primero con Descartes y luego con Kant cuando este se volvió trascendental.
Hoy tenemos un horizonte lleno de desesperanza, desolación y miedo, pues si antes a la pregunta metafísica de ¿Quién existe?, se respondía con entusiasmo y confianza: “Existen mis pensamientos, mismos que constituyen mi certeza máxima de ser yo mismo pensando de manera inmediata”, hoy ya nada queda de eso, pues la verdad se ha puesto en huelga y esa Modernidad del Idealismo trascendental, heredera del Racionalismo cartesiano (que tenía, como ya dije, una máxima confianza en la razón y en el hombre, y que también resulta criticable, como ya lo dije en las primeras páginas del texto —aunque, al menos tenía confianza y buscaba la certeza—) ha quedado inconclusa y ha dado paso a la mera relativización de las categorías fundamentales, ya que hoy todo le parece logocéntrico (Derrida) y digno de liberar de su idea original, opresiva en nombre del progreso moral, histórico, tecnológico, económico, convirtiendo al progreso mismo en una idea liberada que, a gran velocidad, se conduce también directo al vacío pos-liberación. Dice Mane (2021, p. 78): El cuerpo es un límite, una forma. La forma es el límite absoluto entre el interior y el exterior, la estructura o la organización esencial del cuerpo, la apariencia singular del cuerpo en la complejidad del mundo. El cuerpo me permite conocerme y, al mismo tiempo, conocer el mundo. El cuerpo es esa línea que crea la forma singular con la que existo, ese límite simbólico donde me uno con el mundo, pero no me pierdo. Pero cuando el cuerpo pierde su límite, también pierde su forma. La línea secreta del cuerpo desaparece, al mismo tiempo que desaparece el límite que lo remite a una forma. El cuerpo queda totalmente fundido, digerido por el mundo exterior y por toda su ideología. Al superar su fin, su telos, su idea, su aura de transcendencia y su marco de representación, el cuerpo cae en la locura incontrolable de lo que crece más allá de sus fines. Al traspasar los límites es cuando comienza la metástasis, el exceso, la lógica exponencial de la catástrofe. Se saturan todos los signos y todos los elementos, se neutralizan todas las referencias (las negritas son mías).
Si desaparecen mis referencias, entonces desaparece el otro con el que me puedo comunicar y, por lo tanto, junto con el otro también se irá mi mundo, pues el mundo tiene sentido porque están los otros que reafirman mi propia existencia. Luego, en un escenario así, cabrá preguntarse, primero, qué nuevas posibilidades tendrá la voluntad para encontrar la vida que siempre se mantiene deseando, pero, además, después, afirmar que, en efecto, el logos era, pero no fundamento ordenador, sino simplemente una expresión muy elevada de la voluntad de vivir que no tardó en atender a la barbarie. Es decir, sí, el logos existe, existió y existirá (eso espero), pero no como un principio ordenador o fundamental del cosmos, sino sólo como una expresión más de la voluntad, pero que, aun así, podría permitir el acuerdo en lugar de la violencia, esa es una conjetura mía que hago a partir de mis lecturas de Schopenhauer (la de que el logos podría evitar el conflicto), junto con mis conocimientos como estudioso de la comunicación. Al respecto, Schopenhauer, dice: “La voz animal no sirve más que para la expresión de la voluntad en sus excitaciones y movimientos; pero la humana sirve también para la expresión del conocimiento” (Schopenhauer, 2009, p. 577).
Insisto, no es que apueste yo por decir que el fundamento del mundo sea racional, sino, más bien, indiferente e irracional, la voluntad como representación (lo objetivo); sin embargo, bien podría decir que la voluntad (lo subjetivo) se creó para sí a la razón dada al ser humano para que alumbrase a ese mundo reinado por ella. Entonces, el logos, entendido como el lenguaje, sirve, y así lo escribió el mismo Schopenhauer, para “dar razón” de las cosas. Veamos. Para comprender mejor mi punto, hay que recordar que, pese a que el ser humano actúe, según Schopenhauer, siempre (o casi siempre, salvo en los momentos artísticos de sublevación por la pura representación, o bien, a través de la ruptura del velo de Maya, dando origen a la ética por la compasión) con miras hacia atender los designios —volitivos— de la voluntad de vivir (sea el hombre consciente o no de ello), cierto es que el intelecto produce el conocimiento como “luz orientadora” de la voluntad misma, es decir, es su creación cumbre, cuya capacidad intelectiva es lo suficientemente potente como para hacerlo destilar la miel del conocimiento (filosofía, ciencia y grandes relatos cohesionadores con sentido), pero también, y al mismo tiempo, para hacerlo sufrir en varios órdenes de magnitud, más intensos que los que padecen otras objetivaciones inferiores de la voluntad, precisamente por eso inferiores. Así, el lenguaje del ser humano —logos— sirve para expresar los designios de la voluntad, como decía, pero, junto con ellos, también el conocimiento y la cosmovisión de una sociedad determinada. El filósofo pesimista, de nuevo, en su Parerga y Paralipómena, tomo II, apoya mi tesis sobre que habitamos en el lenguaje, mismo que es heredado y nos hace sobrevivir, pero también aprender de una manera especial cuando nos lo enseñan nuestros padres. Schopenhauer escribió: “vemos que los descendientes siempre permanecen en el lenguaje de sus padres y solamente efectúan poco a poco pequeñas modificaciones en él” (Schopenhauer, 2009, p. 578). Asimismo, se pronuncia igual que lo hice yo diciendo que el lenguaje es una plataforma común a todos sobre la cual se funda nuestra forma de convivir y hasta fundamentar la ética misma, ya que, si bien las palabras varían y llegan a ser distintas, dice el filósofo de Danzig que “a menudo se trata de conceptos meramente parecidos y afines, pero diferenciados por alguna modificación” (Schopenhauer, 2009, p. 579). Eso no quita, por supuesto, que la riqueza del lenguaje esté en su diversidad, misma que se expresa en las interpretaciones distintas de los seres humanos, que se expresan en las cosmovisiones, poesías y mitos distintos que también nos hablan de lugares distintos en derredor al mundo, como ya antes también dije. Aun así, el amigo de Goethe, escribió también que “siempre que en un lenguaje no se designa con una palabra determinada exactamente el mismo concepto que los demás, el léxico reproduce esa palabra a través de varias expresiones afines que alcanzan todas ellas el significado de la palabra, pero no de forma concéntrica sino en diferentes direcciones” (Schopenhauer, 2009, p. 580). Eso quiere decir que la palabra variará según el lenguaje, pero, digamos así, el concepto mantendrá su esencia.
Pero, brevemente, volviendo al asunto del logos, nuestro filósofo explica que por naturaleza somos seres que, primero, se comunican de forma audible, es decir, hablando, eso quiere decir que las palabras que emitimos con la boca a través de los sonidos no son más que el signo primigenio que, cuando se ha vuelto concreto, es aprehendido por el ojo a través de las palabras que se escriben “a lápiz”, es decir, “nuestro carácter escrito no es más que un signo del signo” (Schopenhauer, 2009, p. 585). Lo que se escribe es un signo del signo audible. Entonces, a pesar de que la vista es más ágil notando diferencias entre los signos que se ven, precisamente por su carácter visible, la experiencia sugiere que, aunque pueda haber mayor claridad y precisión, producir los signos visibles lleva más tiempo y alenta el fluir del conversar. Al respecto, el filósofo alemán comenta: Tampoco podríamos producir y cambiar los signos visibles con que articulamos los audibles gracias a la volubilidad de la lengua; así lo demuestra la imperfección del lenguaje de los dedos de los sordomudos. Eso hace que en origen el oído sea el esencial sentido del lenguaje y, con él, de la razón (Schopenhauer, 2009, p. 586).
Así pues, en lugar de simplemente presentarle al ojo un signo del concepto para que este lo aprenda y aprehenda (como hacen los chinos con sus ideogramas), requerimos realizar un esfuerzo contra intuitivo, pero que, a la vez, también refleja riqueza, pues no todos usamos ideogramas ni tampoco es imposible para un chino habituarse a otro lenguaje, sino que, primero, lo expresamos con la voz y luego, cuando el signo audible se ha vuelto concreto, lo ampliamos a un sinnúmero de signos nuevos que representan los sonidos, creando un sinnúmero de palabras. Es decir, aunque nuestra forma de captar los conceptos sea distinta (por medio de ideogramas o por medio de palabras que son el signo del signo audible), el asunto es que, tanto la comunicación con palabras como la que usa los ideogramas, surgen en el fluir del conversar, mismo que se da cuando existe una coherencia operacional entre los que se comunican y hablan, pues, y como ya decía yo muchos párrafos arriba, de las cosas, del mundo, de los otros y de ellos mismos como una forma especial y humana de convivir que se da en el lenguaje.
Todos sabemos que Schopenhauer escribió varios “textos menores”, mismos que están publicados en obras separadas, pero también compilados en los dos tomos de Parerga y Paralipómena. Hasta hace rato, me había estado refiriendo a eso: el tomo dos de Parerga…, sin embargo, al momento en que continúo escribiendo este pequeño ensayo, no tengo conmigo el tomo, sino una de sus “obras menores”: Pensamiento, palabras y música, por lo que me valdré de él en lo poco que le resta al ensayo para decir que, en efecto, vivimos en el lenguaje. Aprender un lenguaje, dice Schopenhauer, implica no únicamente conocer nuevas palabras, sino, más importante aún, nuevos conceptos, ya que a pesar de que como humanos compartimos muchas cosas, la riqueza del lenguaje como plataforma común, se expresa también en su diversidad, como hemos venido diciendo. No en todos los lenguajes se tienen las mismas palabras, ni todas las palabras expresan los mismos conceptos, luego, aprender un lenguaje expande la mente, al mismo tiempo, también permite el reconocimiento del otro y de su mundo que, cuando lo comprendo, pasa a ser parte del mío también y, por tanto, me permite descubrir cosas de mí mismo que antes no conocía. Al respecto, Schopenhauer nos dice que cuando se aprende una nueva lengua, sin tener entonces que “traducirla” a la nuestra propia, sirviéndonos, por tanto, de conceptos francamente imprecisos, “tan sólo entonces hemos captado el espíritu de la lengua que se quiere aprender y habremos dado así un gran paso en el conocimiento de la nación que la habla, pues la lengua es al espíritu de una nación lo que el estilo al espíritu de un individuo” (Schopenhauer, 2005, p. 73). Y, más adelante, el filósofo agrega: Tan sólo se domina a la perfección una lengua cuando uno es capaz de traducir a ella, no ya libros, sino a sí mismo, de modo que, sin disminución de la propia personalidad, puede expresarse directamente en ella y así tiene el mismo tipo de comunicación con los extranjeros que con los compatriotas (Schopenhauer, 2005, p. 73).
Como se puede ver, es a través del lenguaje que uno puede conocer mejor a los otros, al mundo, a las cosas y a uno mismo, y evitar el conflicto en virtud del compartir en la comunicación los desacuerdos para resolverlos en la argumentación racionalmente motivada, éticamente. Y es que, además, insisto, la comunicación tiene belleza por eso mismo, porque abre paso a la comprensión con y de los otros, pero también de uno mismo, y así lo deja ver Gadamer, una vez más, cuando dice, también en Verdad y método II: el acuerdo es también bello cuando lo vemos en el caso extremo de la conversación balbuciente entre interlocutores de distinto idioma que sólo conocen algunas migajas del idioma del otro, pero se sienten apremiados a decirse algo el uno al otro. El hecho de que se pueda alcanzar entonces la comprensión y hasta el acuerdo en el trato práctico o en el diálogo personal o teórico puede ser un símbolo de cómo, cuando parece faltar el lenguaje, puede haber entendimiento mediante la paciencia, el tacto, la simpatía y tolerancia y mediante la confianza incondicional en la razón que todos compartimos (Gadamer, 1998, p. 210).
A manera de colofón, quisiera traer tres citas más a colación: una de Millán, aparecida en su artículo: Génesis de la comunicación, otra del científico y filósofo, Humberto Maturana, aparecida en su libro: El sentido de lo humano y, por último, otra de Mane Tatulyan, aparecida en el libro al que tanto hicimos mención en esta ocasión:
1. “Cuando aclamamos nuestra individualidad, nuestra autonomía, nuestra valía propia, la estamos suponiendo, ya siempre, desde el hecho innegable de que hay otros ahí, que me preceden y que me constituyen: las instituciones públicas y privadas-personales, lo social, la esfera de la cultura, un sistema político, etcétera. Por lo tanto, la intersubjetividad originaria determina la constitución de la subjetividad singular y por esto la intersubjetividad no es simple suma de subjetividades sino comunidad intersubjetiva y, decir comunidad, es señalar siempre hacia la comunicación” (Millán, 2009, p. 26).
2. “Yo no quiero conocerme ni quiero conocer a los seres que amo; quiero su libertad y la mía. Pertenezco a una cultura matrística y he aprendido que el amor es entregar libertad al construir un mundo con el otro, y que, aunque el conocimiento libera, el conocimiento no entrega libertad, atrapa” (Maturana, 1996, pp.111-112).
3. “Esta informática personal (que entiende al hombre como un ordenador que genera constantemente una masa de información) prolifera con el advenimiento de distintos softwares de self-tracking. Pero cuando se confunde el autoconocimiento (el auténtico sapere aude) con la recolección y el análisis de datos (impersonal, maquinal), el destino del hombre termina siendo el mismo que el de sus máquinas. El problema comienza cuando los biólogos llegan a la conclusión de que los organismos son algoritmos, rompiendo la barrera que separaba a lo orgánico de lo inorgánico y transfiriendo la autoridad de los humanos a los algoritmos” (Tatulyan, 2021, p. 40).
Por último, apreciables lectores, quisiera decir que este tema en particular es exageradamente amplio, por lo que volverá, muy seguramente, a ser objeto de reflexión en futuras entregas. Por ahora, lo que ha de quedarnos claro es que, para bosquejar una respuesta a la pregunta de ¿Quién soy?, siempre harán falta los otros, pues son ellos de los cuales yo soy reflejo y ellos de mí. Eso no quiere decir, por supuesto, que, como lo sugiere el título de la filósofa ampliamente citada aquí (Singularidad Radical), el ser humano no posea la capacidad individual de pensar por sí mismo: ¡Sapere aude!, pero sí que cuando conoce y piensa, lo hace haciendo referencia a un mundo, y ese mundo se cifra a partir del lenguaje, mismo que funda la vida intersubjetiva de la cual todo humano en tanto humano forma parte.
Referencias
Aguado, J. (2020). La mecánica de las mediaciones ubicuas. En: Mediaciones ubicuas: ecosistema móvil, gestión de identidad y nuevo espacio público. (pp. 102-110). Barcelona, España: Gedisa.
Aristóteles. (1988). Política. (p. 52). Madrid, España: Gredos.
Debord, G. (1995). La sociedad del espectáculo. (pp. 8-40). Santiago, Chile: Ediciones Náufrago.
Dussel, E. (1996). De la naturaleza económica. En: Filosofía de la liberación. (p. 142). Bogotá, Colombia: Editorial Nueva América.
Gadamer, H. (1998). Verdad y método II. (pp. 150-210). Salamanca, España: Sígueme.
Habermas, J. (1992). La problemática de la «comprensión» en las ciencias sociales. En: Teoría de la acción comunicativa, I. (p. 151). Madrid, España: Taurus.
Heidegger, M. (2006). Análisis del fenómeno del tiempo y obtención del concepto del tiempo. En: Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo. (p. 302). Madrid, España: Alianza Editorial.
————— (1960). Serenidad. Eco. Revista de La Cultura de Occidente, 1, (p.23). Kafka, F. (1981). Carta al padre. (p. 25). Madrid, España: Akal/Básica de bolsillo.
Maturana, H. (1996). Homenaje Lola Hoffman. En: El fundamento de lo humano. (pp. 111-112). Santiago, Chile: Dolmen ediciones.
Millán, M. (2009). Génesis de la comunicación intersubjetiva. En: Nosotros y los otros: la comunicación humana como fundamento de la vida social. (p. 26). México: Editoras los miércoles.
———— (2014). Reflexiones en el umbral: comunicación interpersonal y comunicación intersubjetiva. En: Comunicación humana en tiempos de lo digital. (pp. 69-88). Ciudad de México, México: Universidad Autónoma Metropolitana/Juan Pablos Editor.
Moreno, I. (2011). Cultura digital y sociedad relato AUDIO-visual. En: Narrativas audiovisuales: mediación y convergencia. (p. 31). España: Ícono 14 editorial.
Richards, S. (2000). La naturaleza de la ciencia: ciencias físicas, biológica y social. En: Filosofía y sociología de la ciencia. (p. 91). Ciudad de México, México: Siglo XXI editores.
Schopenhauer, A. (2009). Sobre lenguaje y palabras. En: Parerga y Paralipómena, II. (pp. 577-591). Madrid, España: Trotta.
——————— (2005). El lenguaje y las palabras. En: Pensamiento, palabras y música. (pp. 67-83). Madrid, España: Biblioteca Edaf.
Tatulyan, M. (2021). La singularidad radical. Ensayo sobre los fenómenos singulares. Madrid, España: Experimenta editorial.
Watzlawick, P., et al. (1985). Algunos axiomas exploratorios de la comunicación. En: Teoría de la comunicación humana. Interacciones, patologías y paradojas. (pp. 50-52). Barcelona, España: Herder editorial.