MACUCA REVISTA LOGIA

MACUCA

Por Ricardo Gutiérrez Chávez

El lunes, Macuca vio a tres jóvenes que corrieron en sentido contrario al tráfico de la avenida; uno de ellos, el más alto, tapó su cara con una gorra de beisbolista, llevaba una mochila en las manos; los otros iban detrás; uno, sosteniendo una pistola y el otro cargaba el temor de morir y la prisa por alejarse del lugar de los hechos. Espantada, llegó a la estación del Metro; al entrar, observó al señor asaltado que con rabia le exigía al policía en turno correr tras los delincuentes.

Ya en el andén, se sintió segura. Sacó su celular y en su Facebook relató, a sus seiscientos ochenta y nueve amigos, lo que había visto. Recibió varios comentarios, la mayoría recomendándole que se comiera un bolillo para el susto. Macuca recordó el olor a pan que por las mañanas se percibía en las calles de la Colonia Roma, cerca de la escuela de gastronomía donde estudiaba.

El miércoles, salió de casa con miedo. Corrió hacia el Metro, sin que sus pies tocaran el piso. Entró con rapidez sin darle los buenos días al policía que se encargaba, no de la seguridad de los usuarios, sino de que ninguno se metiera sin pagar; pero, ese día no debía vigilar nada: a causa del sismo ocurrido el día anterior, el servicio era gratuito.

Salió del subterráneo cuando aún no amanecía, observó con miedo el edificio que un día antes estuvo a punto de caer, evitó pasar cerca y se dirigió a la estación de bicicletas; agradeció que el servicio no se hubiera interrumpido y pedaleó por las calles de las Colonias Narvarte y Condesa, notó que había muchos edificios en ruinas, iluminados por reflectores y cercados con cintas amarillas; la gente que ahí se encontraba no había dormido, esperaban escuchar el quejido o el llanto de algún sobreviviente.

Añoró el olor a pan recién salido del horno porque le recordaba las meriendas que compartía con su abuelo Gabriel, recordó el consejo de comer bolillo para el susto y pensó que podría servir también para la tristeza.

Buscó el origen del cotidiano olor que la acompañaba hasta la entrada del colegio; no tardó en encontrarlo, el aroma provenía de una pequeña cafetería que desde las seis de la mañana ya estaba abierta esperando a sus fieles clientes.

Entró sin que la vieran. Se sentó en una de las bancas de madera y observó cuando Rafael, sacó varios panes del horno, mientras Rodrigo, su hermano, amasaba y daba forma a los chocolatines. Los hermanos la percibieron; al verla, la saludaron con afecto. Rafael, como si la conociera, le hizo la pregunta obligada: «¿Dónde te agarró el temblor?» Macuca le platicó que estaba en la escuela, cuando de pronto escuchó los gritos de sus compañeras y corrió tras ellas en medio de una espesa nube de polvo asfixiante.

Rodrigo se acercó y le ofreció algo de tomar, ella le pidió café calientito con espuma de leche y un pan de esos que apenas habían salido del horno. Rafael le ofreció leer cualquiera de los libros que decoraban los estantes del local. Macuca se levantó y tomó el que más llamó su atención: «Fausto» de Goethe. Abrió el libro y recordó el lugar oscuro en el que se encontraba un día antes.

Rafael le llevó el pan: un rol de zarzamora con almendras; ella lo recibió con ambas manos y recordó cuando su abuelo, quien había fallecido de una embolia, le prometió que nunca la abandonaría; sintió en la garganta un puño de tierra que le impedía hablar.

Rodrigo llegó con el café y notó la angustia de la muchacha. Macuca tomó un sorbo y cortó un pedazo del esponjado pan. Rodrigo y Rafael se sentaron junto a ella y con paciencia le ofrecieron su atención. Macuca les platicó que estaba muy triste porque extrañaba a su abuelo y que en el momento del sismo lo escuchó llamarle por su nombre completo: «María del Refugio». Les dijo que escuchaba los gritos de su abuelo desde lejos pero que ella, a causa de los escombros, no podía salir a su encuentro.

Macuca observó el local y se dio cuenta de la decoración artesanal, con curiosidad, preguntó a los hermanos el nombre del restaurante; «El Picorete Salivón», contestó Rafael y al intentar explicarle el significado del nombre, Macuca lo interrumpió diciendo que ella sabía muy bien lo que era un picorete salivón ya que su abuelo así se refería a los besos que se daban los enamorados. Rafael emocionado por la referencia agregó que cuando el pan y el café se besan provocan el gusto por la vida.

Al sorber el café, Macuca se llenó los labios con la espuma; la cual retiró con su lengua irritada y seca, observó que la luz del amanecer se aproximaba y les dijo a los hermanos: «¿Puedo pagarles otro día?, en ese momento no tengo dinero». Ambos mostraron solidaridad con la muchacha y le pidieron que no se preocupara por el pago.

La chica al despedirse les dijo: «El momento de irme con mi abuelo ha llegado». Salió caminando de prisa dejando la marca de su boca en la taza de vidrio. Los hermanos la vieron marcharse y se dieron cuenta que, del horno salía con más intensidad, el olor reparador del pan que cura los sustos y también las tristezas.