AUTUMNUS BLASPHEMIA
Por Rodrigo Olguín Nava
“Guardad rocío para que las flores no padezcan las noches canallas que vendrán.” Manuel Scorza.
Otoño es una palabra que proviene del latín “autumnus” que, esencialmente, significa “cambio”. El ser humano no dista mucho de la figura arquetípica del otoño, cíclicamente transitamos hacia nuestro propio invierno, constantemente nos desprendemos de algunas partes de nosotros mismos, a espera de que el viento las lleve lejos y las convierta en poesía, somos seres que para florecer con renovada vitalidad necesitan haberse marchitado previamente. Las consecuencias de llevar a toda costa la felicidad hasta su extremo y pretender erradicar cualquier sensación de tristeza son contrarias a nuestra condición de seres sintientes, todos conocemos el impulso de fijar el sol al firmamento, el anhelo de erigir un monasterio resplandeciente con sus etéreas columnas de luz dorada revestidas con la cambiante seda de las nubes; pero es inútil intentar aprisionar un lucero que nace y muere a diario entre los brazos del horizonte.
El problema que me interesa destacar a lo largo de las siguientes páginas es que el mundo se ha moldeado para comprender el placer y el sufrimiento, precisamente, como el estado más puro de felicidad y tristeza, sin advertir que aquello que caracteriza a tales impulsos no es un grado más avanzado de dichos estados anímicos, en realidad es la falta de control que tenemos sobre ellos, la ausencia de soberanía emocional, por añadidura, nos somete a la tiranía de negar o exagerar nuestro propio sentir, tal declaración la justificaré más adelante. ¿Por qué nos resulta tan aterradora la fugacidad de las cosas? porque no estamos hechos solo de carne y hueso, sino de tiempo, ese mismo tiempo que nos hace y nos destruye, que guía nuestro andar pero que también deberá detenerlo.
Resulta irónico que nuestro contexto actual nos impulse a buscar estímulos fugaces a la vez que condenamos la fugacidad vital, ya no podemos disfrutar cada instante individual porque nuestra mente está habitando en el siguiente, por ejemplo: cuando adquirimos un nuevo artículo electrónico pensamos en que tenemos que ahorrar para conseguir la nueva versión que saldrá el año que viene. Cuando requerimos enviar un mensaje nos es impensable tener que esperar varias semanas hasta recibir una respuesta, las propias cartas nos parecen primitivas. Nos resulta irrisoria la idea de consultar un libro para llevar a cabo una investigación cuando bien podríamos hacerlo en internet. Creemos que el momento que estamos viviendo es bueno, pero no tanto como el que vendrá después y mucho menos como el que le sigue a ese. Vivir en la inmediatez actual y ansiar la futura es un indicador de que el mundo ha virado hacia el materialismo, hacia la hiperproductividad, no solo de las cosas, sino de los estímulos y de las personas.
El sociólogo Zygmunt Bauman lo llamó modernidad líquida, el filósofo Byung-Chul Han lo llama la sociedad del cansancio, otros hablan de la zapping-cultura, pero sigue siendo el mismo concepto: la inestabilidad, lo dinámico y el cambio es la regla en nuestra sociedad y con ello en nosotros mismos, tal condición deriva en, como se ha dicho, suplantar la felicidad con placer, buscar estímulos que satisfagan al instante ese deseo de la manera más explosiva posible pero sin hacernos felices, pues inmediatamente es sustituido por un nuevo deseo y nunca nos sentimos llenos con aquello que hemos conseguido, como un sueño que se escapa tras arribar el alba. Aun así, todo nuestro entorno nos dice que ser felices es una responsabilidad personal y cualquiera que se describa como infeliz es alguien que ha fracasado, los calificativos como negativo, antipático, pesimista y otras variaciones, tienden a usarse de la misma manera en que antes se usaba la palabra blasfemia, todo lo que interrumpa el flujo constante de satisfacción carnal o mental es pecaminoso y si se sufre hay que hacerlo en silencio.
¿Cómo podría el bosque negar a la lluvia que platina sus ramales? el otoño habita en la frontera que precede al trimestre más oscuro del año y procede al más brillante, y nosotros somos el resultado que surge del choque entre luces y sombras, somos seres forjados por eclipses; por lo mismo huir de las tinieblas que se arremolinan en nuestro interior implica morir calcinados en el fulgor de nuestro paraíso radiante. Así como hay alegrías que merecen nuestro éxtasis también hay dolores que merecen nuestras lágrimas, la blasfemia del otoño es decirnos que para convertirnos en nuestra mejor versión tenemos que aprender a sacrificar algo, como los árboles sacrifican sus hojas cada equinoccio, si se quiere disfrutar de la vida hay que aprender a recibir cada alivio y cada dolor indiscriminadamente, en efecto, una declaración hereje para un mundo que ha hecho de su producción una religión y del placer su nuevo dios.
Observemos nuestra civilización, cambia al mismo ritmo del vaivén de la marea y ningún ojo es capaz de advertir su vertiginosa metamorfosis hasta después de que haya ocurrido, el último siglo nos ha dado tecnología, telecomunicaciones, un mercado global, superproducciones artísticas, entretenimiento, medicinas, hemos alargado nuestra esperanza de vida; además, las cosas que antaño eran un lujo hoy son parte común de la vida diaria de la mayoría de la población, desde agua potable, instituciones de salud, comida, interconexiones digitales, pero sobre todo se nos han ofrecido mil caminos para llegar a la felicidad, a cada golpe de vista encontramos uno distinto, si no es a través de un curso es por medio de un viaje, de un nuevo dispositivo inteligente, de algún tratamiento estético, de un festín perpetuo de sensaciones intensas. Las fuentes del nuevo mundo destilan inagotablemente endorfinas y dopamina, sustancias que son la esencia de este paraje. ¿Qué es lo que el individuo actual anhela? ¿El suspiro de ensoñación que otorga la nicotina? ¿Largas horas de espectáculo que aparecen y se esfuman tras un telón de píxeles y pantallas? ¿Retorcerse de placer con una ingesta desmedida de grasas y azúcares? ¿Ornamentar estanterías con figuras de vinilo? ¿Dar rienda suelta a su libido con un amplio catálogo de filmografías eróticas? Puede hacer eso y más en la sociedad moderna, cada capricho, necesidad o deseo que sea computable tiene una forma de satisfacerse si se cuenta con los recursos.
Con lo anterior en mente, es fácil imaginar y hasta argumentar que vivimos en la mejor época de la historia, que, pese a no estar libre de problemas, sus circunstancias son mucho más gentiles con nosotros, a esa idea se equipara un gran contraste: de acuerdo con datos oficiales de la OMS, la depresión es la principal causa mundial de discapacidad y contribuye de forma muy importante a la carga mundial general de morbilidad. La problemática de que tantas sendas que dicen conducir a la felicidad se despliegan bajo nuestros pies es que la mayoría no conducen a ningún lado, pero ¿Cómo podríamos prevenirlo si la mayoría de las personas no saben describir qué es la felicidad, o por lo menos cuál es su definición personal de ella? un presente con tanta libertad individual no nos garantiza la dicha, por el contrario nos hemos insensibilizado interiormente, hemos conseguido que los propios excesos ahora nos parezcan banales e insulsos. Ya no nos cautiva el susurro de los violines, y el andar del reloj ya no nos promete un cielo empíreo arropado por cada aurora con oro solar.
Se ha consagrado la idea de que la felicidad es algo que solo se consigue luchando y no algo que brota en nuestro interior, se nos manda un mensaje de que, si no peleamos para ser felices, aunque ya nos sintamos así, entonces la dicha que tenemos es incorrecta, no nos la hemos ganado, porque ya no solo se siente, sino que se demuestra. En las redes sociales, saliendo a comer a un restaurante elegante, yendo de viaje a un destino paradisíaco, estrenando una nueva posesión de un buen valor monetario, al mismo tiempo que debemos demostrar o aparentar lo felices que nos hacen todas esas cosas, luego otras personas modifican sus ideas de lo que es ser feliz para asemejarse a quienes parecen serlo, un sentimiento tan abstracto se comprime para ponerle una etiqueta y venderlo como un producto o servicio, la felicidad es un gran mercado y aunque vaciemos sus anaqueles no nos sentiremos más satisfechos, por el contrario nos vemos impulsados a seguir consumiendo para que el hedonismo, el placer que sentimos momentáneamente nunca cese, es preferible que sea sustituido por otro, odiamos la idea de detenernos, de quedar desactualizados. Después de todo, ya no hay espacio para lo obsoleto.
Una gran parte del aparato mediático mundial está al servicio de las empresas porque el dinero es lo que garantiza estabilidad, estatus, bienestar y poder en las naciones, a la vez que las exigencias económicas crean gran parte de los valores de las sociedades, vinculamos la felicidad con todo lo que podamos comprar y la prosperidad con el hecho de que lo podamos mostrar ante los demás, podemos poseer mucho y mostrarlo como un trofeo, como símbolo de éxito, pero aun así sentirnos vacíos. Jean Paul Sartre hablaba de la libertad no solo como algo que necesita y posee el ser humano, sino como una condena ya que también produce angustia, es el temor que experimentamos al contemplar todas nuestras posibilidades, todos los futuros a los que podemos acudir presurosos y los que tendremos que abandonar.
La libertad nos da opciones y la incertidumbre de elegir mal entre tantas que se nos ofrece es angustiante, y ese pensamiento formulado el siglo pasado, al mezclarse con la avalancha de sobre información de esta edad de litio, la edad de los oráculos de ónix negro, la era digital, pasa a ser directamente un sentimiento de terror existencial, un mundo tan globalizado solo amplifica todas nuestras opciones e intensifica nuestras dudas, nos paralizamos ante nuestra elección, para convertirnos en la persona que queremos ser debemos renunciar a el resto de posibilidades a las que los medios de comunicación nos exponen a cada instante y nos venden miles de historias de superación que creemos pueden ser verdad, en cada momento se nos dice que tenemos que ser alguien, tenemos que definirnos y una vez que lo hagamos no basta solo con serlo porque ahora los méritos también son cuantificables: no se trata de que seas doctor, sino de qué tan buen doctor eres o qué tan buen artista, científico, político, deportista o padre, mientras sea demostrable mejor, si la gente no sabe elegir ser algo no es por el temor de hacerlo, sino por el miedo de no estar a la altura de las expectativas.
No hay carga más grande que la de llevar a nuestras espaldas miles de cadáveres de futuros no natos. Es agobiante despertar y saber que cada día es una réplica del anterior, que cada amanecer sea una batalla para no decaer, de preguntarse si es que somos insuficientes para vivir nuestra propia vida. Últimamente cuando se sale a caminar parece entreverse el vacío en cada mirada.