La Vorágine, 100 años Historias, testimonios, análisis, relatos

En el año 2024 se cumplirán los primeros 100 años de la publicación de la Vorágine del escritor huilense José Eustasio Rivera, y por ello el Club y Laboratorio de Inteligencia Humana, CLIH, la Empresa Zago Asesorías Neiva y el portal Informativo NoticiasAlSur, http://noticiasalsur.co/ presentan esta página para compartir Historias, Análisis, Testimonios y Relatos, sobre esta importante obra literaria y su autor.

La Vorágine, centenario en la selva

POR: BEETHOVEN HERRERA VALENCIA

Gabo reconoció La Vorágine como la primera obra literaria colombiana con dimensión mundial y apreció la influencia que ella tuvo en su inspiración sobre Macondo, abandonado en un siglo de soledad. Y como en Macondo las generaciones de los Buendía se repetían, en el centenario de La Vorágine se produce la gesta de los niños Mujutuy, sobrevivientes sólo por el conocimiento que la mayor de ellos tenía, pese a su escasa edad, de los secretos de la selva.Si en la novela el perro ‘Tigre’ acompañó a Arturo Cova en la travesía por la selva, en la historia reciente, el perro Wilson apostó su vida en la búsqueda de los niños y nunca regresó…

Dixon Moya ha destacado que La Vorágine rompió con el romanticismo imperante, para convertirse en una narración de la selva y primera denuncia social literaria en América Latina. José Eustacio Rivera, autor de La Vorágine, comienza con la historia de un amor imposible y perseguido pues Alicia, joven bogotana de alcurnia se enamora de Arturo Cova, un poeta pobre, quien le propone escapar al territorio inexplorado de la selva huyendo de un matrimonio impuesto con un viejo comerciante. Y esa aventura sentimental permite denunciar las injusticias y atrocidades de los hacendados caucheros contra indígenas, campesinos y colonos.

Los caucheros sometían a los indígenas con intercambios ficticios, de modo que los indígenas estaban obligados perpetuamente a suministrar caucho para pagar las mercancías que recibían.Dice Rivera que “…el crimen perpetuo no está en las selvas sino en dos libros: en el Diario y en el Mayor… encontraría más lectura en el debe que en el haber, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud”.

En esta cita Rivera narra los conflictos y las angustias que los caucheros vivían en medio de una selva y una geografía hostil. Muchos de los caucheros fueron a la selva en búsqueda de riquezas y de una posibilidad para salir de la pobreza, pero en ella sólo encontraron desgracia y muerte.

Egresado de derecho de la Universidad Nacional de Colombia, Rivera se vinculó al Ministerio de Gobierno, fue designado secretario de la Comisión Limítrofe Colombo-Venezolana y denunció estas graves situaciones desde el Consulado de Colombia en Manaos (Brasil) a la Cancillería en Bogotá. ¡No fue escuchado, ni fueron atendidas sus demandas públicas!

BEETHOVEN HERRERA VALENCIA

​Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia, de las universidades Javeriana y Prime Business School.

Por: Carlos Olimpo Restrepo S. - Periodista En 1924, la editorial de Cromos, de Bogotá, publicó la novela de José Eustasio Rivera que marcó un cambio en la narrativa nacional y latinoamericana, en la cual la violencia y la selva se tragan seres humanos en conflictos que parecen repetirse hoy con personajes diferentes. Un funcionario tiene en sus manos un manuscrito de un tal Arturo Cova y lo envía a un ministro colombiano con la solicitud de no publicarlo hasta tener nuevas noticias de los caucheros colombianos en el sur del país, donde la Casa Arana gobierna sin control de las autoridades. Meses o años después, el mismo guardián del texto vuelve a mediar entre las notas que llegan de la selva y el jefe del ministerio para decir que no hay rastro de esa persona y sus acompañantes. El custodio del documento de Cova es José Eustasio Rivera, quien apenas se vislumbra en el prólogo y el epílogo de una de las obras mayores de la literatura colombiana: La vorágine. Pero este es un Rivera ficticio, un suplantador creado por el abogado y escritor huilense del mismo nombre, para dar mayor verosimilitud a su novela, cuya primera edición se publicó en 1924. Ese artificio, que había sido usado antes por otros escritores, sumado a otros elementos narrativos, hicieron de La vorágine un punto de ruptura para la literatura nacional y un referente para las letras latinoamericanas. «El elemento autoficcional del autor es muy importante. Rivera crea una serie de estrategias narrativas y discursivas para hacernos creer que todo en este relato novelesco es verdad. Crea documentos como las cartas del comienzo y el final, fotomontajes —en la primera edición de 1924 hay una fotografía de Cova en una hamaca en las barracas de Guaracú y otra imagen de Clemente Silva subido a un árbol de caucho, así como mapas—, estrategias muy novedosas en la literatura colombiana de entonces», indicó Paula Andrea Marín Colorado, profesora del pregrado de Filología Hispánica de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia. Esta investigadora de literatura, edición y lectura resaltó que «Rivera logra que la literatura colombiana, que hasta entonces era muy tradicional, lineal, empiece a ser otra cosa mediante técnicas experimentales de narración y de conjugar distintas capas del discurso; ya la literatura nacional no es solo realista o costumbrista, se abre la posibilidad de recrear y vincular otro tipo de discursos en la narrativa nuestra». Al respecto, Óscar Roldán Alzate, jefe de la División de Cultura y Patrimonio de la UdeA, destacó que «hay un punto de quiebre en la literatura colombiana con dos obras: María y La vorágine, porque veníamos de un universo que elabora toda una grandilocuente mirada sobre el Siglo de Oro español, de una literatura colonial, bucólica, con unos códigos estilísticos bastante marcados, y estas dos novelas, en especial la de José Eustasio Rivera, dan un salto cualitativo en la imaginación de una forma novedosa, con una voz distinta y unos giros dramáticos bien complejos». «Es una novela que, si bien funda la modernidad de la literatura en Latinoamérica, para nosotros la funda en la concreción de imágenes que puede producir, imágenes que escapan a lo convencional, con pasajes espectaculares, es la primera vez que empezamos a ver cómo el narrador es uno más con las otras criaturas y personajes que están en la selva»: Óscar Roldán Alzate, jefe de División de Cultura y Patrimonio de la UdeA.
«Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia». Desde la primera línea, Rivera destaca un personaje que estará presente a lo largo de todo el relato. «Estos personajes entran en una narración mayor, que es esa narración del conflicto de la patria, de la extracción de productos no maderables por parte de la Casa Arana, una idea de adentrarse en territorios non sanctos ni pulcros, claramente enfermizos, para generar una lógica de un análisis sobre el territorio», sostuvo Roldán Alzate. Sobre este aspecto, el antropólogo y doctor en Literatura de la UdeA Juan Carlos Orrego, destacó que «es una obra que hace de un hombre violento un héroe. Arturo Cova es violento, machista, arbitrario, caprichoso e irresponsable. En el comienzo de la novela rapta a una mujer, Alicia; eso es muestra de que Cova es un héroe violento y con él empieza un panteón nuevo en la literatura colombiana». Orrego, profesor del pregrado de Antropología de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Alma Mater, explicó que «Cova se autodefine como violento, no es solo que se perciba como tal, y, aun así, es un héroe que seguimos desde hace un siglo porque La vorágine se ha editado muchas veces, ha sido llevada al cine y la televisión. ¿Ese héroe nos gusta? Yo creo que sí, porque nos vemos reflejados en él». Agregó que «el encanto de La vorágine puede venir de la violencia del héroe, no sé si los lectores son conscientes de eso. Hay una compilación de artículos que hizo Monserrat Ordóñez en los años ochenta y en ellos se ponía en evidencia que Cova es machista, pero esto no es un consenso general de la sociedad lectora colombiana; vemos la obra como la ley de la selva, un hombre y una mujer que se pierden en ella, se encuentran con unos caucheros violentos, pero el héroe también lo es, y bastante». «Y esa Violencia con mayúscula la impregna toda, como impregna toda la historia y la literatura de Colombia: desde los Varones ilustres, la epopeya en verso de Juan de Castellanos, hasta los sicarios de la mafia que hoy pueblan las telenovelas», destacó el escritor y periodista Antonio Caballero en la presentación de la edición que en 2015 publicó el Ministerio de Cultura. De manera similar, Orrego considera que «aunque las caucheras desaparecieron en las selvas del sur de Colombia y otros lugares de América Latina, las actitudes humanas siguen siendo las mismas y por eso La vorágine tiene mucha vigencia (…). Esta es una novela sobre unas actitudes humanas feroces: los empresarios del caucho están armados, se adueñan de las tierras, secuestran individuos y poblaciones para ponerlas a trabajar, esclavizan para sacar el caucho, sin importar cuántos se mueren, castigan de una manera salvaje a quienes no cumplen con la cuota, todo con el poder de las armas y el capital. Esto es algo similar a lo que han hecho en años recientes la guerrilla y los paramilitares por el control de la coca o la minería ilegal». Por eso, «la representación de este tipo de conflictos en la literatura contemporánea no se puede entender sin referirlo a la que es quizá nuestra primera novela que habla de este tipo de violencia» subrayó Orrego.
La novela transcurre entre las llanuras orientales y las selvas del sur del país, y son estas últimas el escenario que más relevancia cobra, hasta llegar a ser un personaje protagónico. «La elaboración literaria de la selva o la presencia de la naturaleza en la literatura colombiana, durante todo el siglo XIX, fue una naturaleza de contemplar, exuberante, muy bella, a la que el ser humano podía ir y controlar, explotar, colonizar para su beneficio. En La vorágine la naturaleza no se deja dominar, lo que es una crítica muy fuerte que hace Rivera a esa relación del ser humano con la naturaleza. A diferencia del señorito bogotano que iba a la selva con un ánimo extractivista, de aventura, Cova se da cuenta de que esto no es posible, que la lógica de la selva lo traspasa, una relación que no se había visto antes en la literatura colombiana», resaltó la docente Paula Andrea Marín Colorado. Juan Carlos Orrego señaló que La vorágine es una obra de ruptura, «hay un realismo cruento, la selva aparece como un lugar horrible, muy diferente a lo que los críticos del Romanticismo llamaban el locus amoenus, la naturaleza armónica; no, aquí la selva es detestable, pegajosa, llena de peligros, pero a pesar de eso se mantiene la idea simbólica de la naturaleza, como es el caso con las aves. Hay una posibilidad de leer la novela desde ese punto de vista, por ejemplo, hay una especie de discurso sobre las diferencias sociales representado en las aves».

Lanzan el año ‘La Vorágine’

El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes lanzó el año ‘La Vorágine’, al cumplirse el centenario de una de las obras literarias latinoamericanas más importantes del siglo XX: La Vorágine, del escritor José Eustasio Rivera.

Cien años de ‘La Vorágine’, mi mayor fascinación juvenil: Sergio Ramírez

Sergio Ramírez, Escritor

Una noche memorable de hace tiempo en la Ciudad de México, que ya he referido alguna vez, ensayábamos durante la sobremesa de una larga cena en casa de José María Pérez Gay a recordar primeros párrafos de novelas, y Gabriel García Márquez empezó a recitar uno que todos coreamos, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, porque también lo sabíamos de memoria: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia...”, tal como empieza La vorágine, de José Eustasio Rivera, de cuya publicación se cumplen cien años.Nacido en 1888 en el poblado de San Mateo en la región de Los Andes, que ahora se llama San Mateo-Rivera, justicia cívica para un escritor, Rivera era un abogado que trabajaba como funcionario en comisiones limítrofes, y eso le hizo conocer los territorios selváticos de la Amazonía, donde se desarrolla principalmente La vorágine. La escribió en un cuaderno de contabilidad de forro rojo, entre abril de 1922 y abril de 1924, año en que se publicó en Bogotá, en el mes de noviembre.

Mi mayor fascinación juvenil por esta novela estaba en su estrategia narrativa, ese ardid tan socorrido, pero que no deja nunca de funcionar, en que el autor se finge el amanuense de un manuscrito ajeno que ha llegado a sus manos.

Con solapada voluntad de engaño, el autor introduce como preámbulo una nota burocrática dirigida a un ministro, firmada por José Eustasio Rivera: “De acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos...”.

Arturo Cova ha desaparecido junto con Alicia, con quien había huido, en un itinerario que los lleva de los llanos ganaderos que se extienden al pie de la cordillera Oriental, hasta las inmensas e intrincadas selvas del Amazonas.Y el amanuense fingido recomienda no publicar los manuscritos de Arturo Cova “antes de tener más noticias de los caucheros colombianos del río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo contrario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo”. Y el epílogo es: “El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: “Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!”.

El ardid de la suplantación. Son los papeles escritos en caracteres árabes que un muchacho llega a vender a un sedero en Toledo, y que Cervantes, que se halla allí de casualidad, da a traducir para encontrarse con que se trata de las aventuras de don Quijote escritas no por él, sino por Cide Hamete Benengeli.

Aún más, José Eustasio Rivera incluyó en el libro una fotografía de Arturo Cova “en las barracas de Guaracú”, tomada por la comerciante Zoraida Ayram, otro de los personajes; y hay otra foto del viejo cauchero Clemente Silva, otro personaje, subido a un árbol de caucho. Décadas antes de que W.G. Sebald introduzca en sus novelas la fotografía como testimonio de la veracidad de la invención.En La vorágine la selva se convierte en personaje, una deidad que se venga de quienes entran en sus dominios. Al final, lo que prodiga es la soledad, la traición, la enfermedad, la locura, la muerte.

La Vorágine, libro pionero en mostrarnos la barbarie cometida contra la selva y sus pueblos originarios.

e cumplen cien años de la publicación de La vorágine, un libro pionero en mostrarnos la barbarie cometida contra la selva y sus pueblos originarios. Una novela que nos revela la decadencia de un lenguaje al servicio de la explotación y el exterminio de lo autóctono.

JUAN CÁRDENAS* |

El otro día me contaron un chisme que voy a utilizar aquí como punto de arranque, en parte por puro placer -¿quién se puede resistir a prolongar la circulación de un chisme?-, y en parte para hablar sobre La vorágine y ensayar una pequeña parábola sobre los vínculos nacionales entre estética y política.

Según el chisme, existe en la élite bogotana una tertulia literaria a la que acuden importantes personalidades del establecimiento, los medios, las letras, el mundo jurídico y uno que otro expresidente. En dicha tertulia, cuya anfitriona es una poderosa columnista de opinión, todo gira en torno a Jorge Luis Borges, así que los invitados aprovechan para tomarse su merecido descanso del guerrero y exhibir en la rueda su fervor por el gran maestro argentino. No es raro que alguno de los tertulianos se levante a recitar de memoria algún poema y menos raro es que se repitan los consabidos elogios a la sabiduría enciclopédica, el humor british, los entreveros filosóficos de esa mente visionaria, la alta prosodia anglosajona y, cómo no, la prudencia política que siempre caracterizó al autor de El aleph. ¿Pero por qué Borges como figura central? Si se trata de un selecto grupo de importantes colombianos, ¿por qué no elegir a un autor local? ¿Por qué no, digamos, García Márquez, que goza de un reconocimiento comparable al del argentino? ¿Por qué no Carrasquilla? ¿Demasiado “regional”? ¿Por qué no Gómez Dávila o Gaitán Durán si querían algo más high brow?

Cabe decir que mi Borges, el Borges que enseño en mis clases, es muy distinto al que adoran estos señoros, pero también sería ingenuo no admitir que, entre los tantos Borges, hay al menos uno que hace las veces de emblema de unos valores oligárquicos que no parecen haber cambiado mucho en los últimos cien años. Desde ese ángulo se pueden vislumbrar los motivos de esta borgesmanía cultivada en unos espacios donde se amangualan la casta que detenta el poder político con los aspirantes a formar parte de ella: Borges como sinónimo de ser aceptado en el club, Borges como el gran arribista, el sudaca recibido en Europa como un europeo más, el gran mago del blanqueamiento, nuestra vieja aspiración colonial de ser reconocidos por el Amo, el triste deseo de manejar con naturalidad las referencias cosmopolitas, en fin, Borges como encarnación de una idea suprema de cultura y como posibilidad de una trascendencia espiritual más allá de los asuntos de la bárbara y prosaica colombianidad. Solo Borges podría representar todo eso sin producir en dicha casta ninguna molestia, ninguna incomodidad.

Ahora bien, como ya advertía al inicio, he contado este chisme para armar un escenario de ideas. Me interesa hacer coincidir en un mismo espacio la imagen de aquella tertulia bogotana con la celebración del centenario de la publicación de La vorágine, una novela que todavía hoy desafía convenciones y genera tanta resistencia como fascinación.

En primer lugar, hay que decir que, una vez hecho el contraste, vemos cómo ambas figuras describen sensibilidades antagónicas. Y es que, debido quizá al carácter de símbolo patrio que ha alcanzado la novela de Rivera, se suele olvidar que el texto de La vorágine se alza precisamente contra esos mismos valores de la oligarquía parroquial de nuestro país (valores que en la tertulia de marras coinciden con el significante Borges).

El protagonista y narrador inicial de la novela, Arturo Cova, se presenta como un poeta y no es difícil captar en sus arrebatos líricos todo el peso de una estética que adquirió estatus oficial en las primeras décadas del siglo XX, durante el largo reinado de Guillermo Valencia, encargado de mantener la poesía colombiana flotando en el formol de la simulación modernista casi hasta mediados de siglo. En “Contagio narrativo y gesticulación retórica en La vorágine” (1987), uno de los mejores textos críticos que se han escrito jamás sobre la novela de Rivera, Sylvia Molloy describe con claridad esa “pose estetizante” al emparentarla con el dandismo decadente de un Huysmans, aunque, advierte, “Cova es último, gastado, descendiente del soberbio José Fernández de De sobremesa, es el dandy trasnochado que provoca la burla de Pedro Emilio Coll, aquel que va ‘a nuestras selvas vírgenes con polainas en los zapatos, monóculo impertinente en el ojo y crisantemo en el ojal’”.

Para que entendamos la comparación basta imaginar a esos señores semicultos del interior del país que hoy se pasean por los eventos del Hay Festival de Cartagena disfrazados de funcionario colonial británico. Rafael Gutiérrez Girardot acuñó la célebre noción de “cultura de viñeta” para referirse a esa estética que, conforme avanza el relato, va sufriendo una extraña contaminación, un contagio de voces, fluctuaciones tonales y ritmos provenientes de las múltiples hablas que el poeta dandy se va encontrando en su fuga, primero hacia los llanos del Casanare y luego en lo profundo de la selva amazónica.

“La aventura de Cova”, añade Molloy, “frustrará (...) las expectativas del dandy. No es un viaje que se atesorará de por vida como objeto valioso, sino un viaje que hará de la vida misma un objeto sin valor; no una experiencia de la que se saldrá ileso, sino una experiencia que será, toda ella, lesión”. Y esto es lo que vale la pena enfatizar: la operación política más profunda de La vorágine no consiste en un mero ejercicio de denuncia, en un grito de indignación contra la barbarie de las caucherías, la explotación inmisericorde de trabajadores, el genocidio indígena y toda la red de complicidades burocráticas que deciden hacer la vista gorda para que la máquina de horror siga su curso. La verdadera intervención política reside en el hecho de que todos los procedimientos del texto, basados ​​en el contagio, en el injerto, en la floración rebelde y la superposición de voces, acaban mostrando que, para que el círculo de la explotación funcione, debe debajo tener un aparato estético y un aparato lingüístico.

En otras palabras, la barbarie que la novela denuncia solo es posible gracias a un cierto estado de la lengua y a una serie de pactos ideológicos que cristalizan alrededor de una determinada sensibilidad de clase. Lo que sufre el contagio, la lesión y la enfermedad tropical es la letra misma, entendida como arma jurídica que naturaliza la barbarie pero también como retórica literaria al servicio de las aspiraciones artísticas de las tertulias de ayer y hoy. Podríamos decir, siguiendo una vieja intuición de Paul Celan, que detrás de todo genocidio hay una poética y en este caso es esa poética lo que La vorágine muestra en todo su histrionismo, en toda su indigencia moral y su gastado artificio. De hecho, es posible señalar que los protagonistas del libro corren una suerte totalmente contraria a la que sufre el lenguaje en el curso de la novela, esto es, mientras a Cova y Alicia se los devora la selva, la lengua española sufre, a la inversa, un proceso de liberación, producto de los múltiples contagios.

La vorágine acaba siendo, por eso mismo, una novela esquizo, una novela-remolino con muchos centros, la aventura de un idioma cursi que se vuelve contra sí mismo para que la lengua estalle en pedazos como una estrella de carne humana. A cien años de su publicación, sigue habiendo algo monstruoso, imposible de asimilar en esta novela, que se resiste a cualquier idea tranquilizadora de buen gusto y que por supuesto continúa desmontando los presupuestos de la demagogia y el kitsch que, todavía hoy, son la base de la sensibilidad de nuestras oligarquías.

Me gustaría que la conmemoración de este centenario de La vorágine sirviera para que hagamos un balance de las relaciones entre poder y lenguaje literario en Colombia, para que afináramos nuestras intuiciones sobre las poéticas que dan una coartada moral a los horrores del presente y para que volvamos a hacernos preguntas elementales: ¿habla nuestra literatura de hoy alguna de las neolenguas cursis del poder? ¿En qué idioma están escritos los libros que consumimos y celebramos en la actualidad? ¿Estamos más cerca de Rivera o más cerca del abominable Borges de aquella tertulia bogotana? ¿Qué libros se dejarían mimar dócilmente por esos cenáculos de notables y qué libros ofrecerían resistencia? *Revista Generación/El Colombiano

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2023 o el regreso de La Vorágine

Por Miguel de León*

Haciendo juego con el nuevo gobierno nacional, que busca rescatar el papel de las regiones en la construcción de una nueva nación, una novela que llega a su centenario de publicada, nos recuerda el olvido de la periferia en el imaginario centralista que ha subyugado a Colombia a lo largo de los años. Porque cuando La Vorágine comienza a relatar y ficcionalizar espacios geográficos distintos a la ciudad de concreto como sinónimo de progreso y ubicación central, reconoce la importancia de la periferia para los subsiguientes procesos históricos del país.

Por eso, la apertura oficial el 4 de noviembre, del Ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes, Juan David Correa, declarando oficialmente el 2024, como año de La Vorágine, y los anuncios importantes que hizo ese día, entre ellos que la Feria del Libro de Bogotá, será dedicada a la Vorágine y que el país invitado será Brasil, para encontrar puntos en común en la defensa de la Amazonia, nos da la posibilidad no solo de retomar la vigencia de la novela, sino de encontrar nuevas miradas a la misma. Porque la novela plantea una búsqueda de proyecto de nación o de inserción cultural de otras voces cuya visión céntrica no percibe ni se acepta todavía, y que por lo mismo, es de urgencia despertar una conciencia nacional que, desde distintas perspectivas, cuestione las bases económicas, sociales y políticas de la centralización del país.

Fue la literatura, especialmente La Vorágine de José Eustasio Rivera, la encargada de abrir la herida nacional al extender por el país, y gracias a su publicación, el conocimiento de la barbarie y la violencia oculta al centro de la nación, pero que la metáfora y el lirismo de la obra lograron dimensionar más allá de las fronteras. Por ello, la insistencia de la conmemoración de este centenario no es gratuito. El cual arranca con una exposición de poetas huilenses, con unos bellos retablos que se tituló el Legado de José Eustasio Rivera y luego el Salón de Ilustración, donde 50 artistas jóvenes plasmaron su interpretación de la Vorágine. Y luego, la Feria Internacional del Libro.

Filvoragine no solo es la única feria regional dedicada a un libro, sino que a lo largo de la Filvoragine, se mostró en diversos talleres, diferentes miradas sobre la novela; La Vorágine y la denuncia social, La Vorágine y las Mujeres, La Vorágine y las enfermedades tropicales, La Vorágine y las ilustraciones, y para terminar La Vorágine Botánica. Y este esfuerzo es “el inicio de una serie de actividades que tienen como propósito rescatar la obra del escritor huilense José Eustasio Rivera, lo cual, en el fondo ha de ser que nos devuelva la mirada sobre la Vorágine, su obra cumbre, aparecida en 1924, al igual que sea propicia para reconocer la de otros tantos cultores de la palabra, en el primer centenario, de su edición oficial”, tal como lo pide el editor invitado a la Filvoragine, Amadeo González.

Con ese tema, la Feria logro posicionarse como uno de los eventos culturales más importantes de la región surcolombiana. Cerca de 10.000 personas acudieron a la Feria Internacional del Libro Vorágine 2023, entre conciertos, conversatorios y libros. Esta primera versión lleno las expectativas que los organizadores tenían en la misma. Filvoragine tuvo a más de 120 invitados nacionales y 8 países presentes en su programación. Fueron 100 eventos culturales para conmemorar los 100 años de publicación de la novela La Vorágine de José Eustasio Rivera, eventos que se cumplieron durante los 5 días de feria, la que se realizó en la plazoleta de eventos del Centro Cultural y de Convenciones José Eustasio Rivera. A pesar del clima de Neiva, que tuvo varias mañanas de lluvia y sol inclemente en las tardes, Filvoragine recibió a personas dispuestas a acudir al encuentro presencial, a la charla con su escritor escogido o con el que fueron a descubrir, a la firma del libro, a la visita de los stands comerciales, a la asistencia a los talleres o visita a las exposiciones propuestas.

La asistencia masiva fue, sin duda, el punto de atención de expositores, invitados, aliados y organizadores. “El encuentro con una Feria del libro es un motivo de emoción. Me sorprende que haya tanto público y sentimiento de entrega y gratitud con los autores”, dijo Juan Carlos Acevedo, uno de los escritores invitados. Igualmente, “Tengo que decir que es la feria del libro más querida e importante en la que he estado en toda mi vida. Porque una Feria es una fiesta que une público y profesionales no solo en este espacio convencional sino también en librerías, bibliotecas, colegios. Hay que vivirla porque es una verdadera experiencia”, fue la opinión de Miguel Darío Polanía, coordinador de la Biblioteca Departamental Olegario Rivera.

Rescatamos la importancia de la frase de Arturo Cova: “los cuatro formaremos un solo Hombre” señalando a sus compañeros de viaje Fidel Franco, Helí Mesa y Antonio Correa, que son los colombianos de la primera parte de la novela; su importancia radica en la propuesta de un proyecto nacional por parte de Cova, donde los colombianos son los que deben conocer su territorio, hermanar con él, y es menester hallar una unidad nacional que pueda solventar las diferencias que nos separan. Es una novela que, además, contribuye a fines de la futura investigación con relación a los procesos de identidad latinoamericana desde lo literario. Es decir, nos falta conocer más sobre la novela y lo realizado este año, es un regreso al estudio de la obra, superando las discusiones estériles y pastoriles sobre el nacimiento de Rivera y demás discusiones, que se han abierto en la región. Este año representa el regreso de La Vorágine y se abre un año de eventos y estudios sobre una obra que después de 100 años de publicada, sigue teniendo validez.

*Escritor y Poeta

La gran novela de Colombia es «La vorágine»: Antonio Caballero

Por Antonio Caballero*

La gran novela de España es sin duda el Quijote: caben en ella más cosas que en la propia España. Se discute sobre si existe una «gran novela norteamericana», y si es Moby Dick de Melville o Huckleberry Finn de Mark Twain, o una que quiso escribir Norman Mailer y no pudo. Para Francia la duda está entre la interminable Comedia humana de Balzac y la casi igual de larga En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En México, el escueto Pedro Páramo de Rulfo se lleva por delante las docenas de novelas de Mariano Azuela o de Carlos Fuentes. En Alemania…, etcétera.

La gran novela de Colombia es La vorágine, de José Eustasio Rivera.

No es un capricho atribuirle nacionalidad a las novelas, ni un mero juego de salón. Los países son su trasfondo necesario. Karamazov es un libro inimaginable, inimaginado, por fuera de Rusia. El Satiricón no existe sin la Roma de los Césares. El hombre sin atributos necesita al imperio austro-húngaro. Para no hacer exhaustiva la enumeración, vuelvo a La vorágine, que es, ya digo, la gran novela de Colombia.

Todo cabe en ella, empezando por varias novelas: la épica romántica del aventurero Arturo Cova, y el folletín lacrimoso del viejo cauchero Clemente Silva, con hija deshonrada, mujer agonizante, hijo fugado, huesos tirados al río. Y caben muchos tonos, muchos lenguajes: el de la denuncia periodística de los horrores del genocidio de los indios y la explotación de los caucheros por la famosa Casa Arana, y al pasar alguna página aparece en persona el legendario Julio César Arana, desnudo, «pechudo como hembra». El lenguaje transido del poeta modernista que era Rivera: a ratos, la novela parece escrita en verso. Y a ratos también alcanza cimas de cursilería. Un ejemplo: «Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, ¿por qué no tiemblan en tu dombo?» [El dombo verde de la selva]. La prosa de antropólogo: al describir la preparación del cazabe por los indios escribe Rivera: «Echan la mezcla acuosa en el sebucán, ancho cilindro de hojas de palma retejidas cuyo extremo se retuerce con un tremojo para exprimir el almidonoso jugo de la rallada». Se alternan diálogos naturales, realistas, que corren como agua, con otros impostados y teatrales: «Mi porte es la triste máscara de mi espíritu, pero por mi pecho pasan todas las sendas del amor».

«—¡Caballero, no me pellizque! ¡Está equivocado!

—¡Nunca se equivoca mi corazón!».

La trama de la historia avanza enrevesada y sinuosa, con meandros de río amazónico, y hasta el autor se pierde y olvida por dónde o para dónde va. Y de golpe, como en un raudal inesperado, todo se resuelve en un estallido de violencia: «A tal punto cundía la matazón, que hasta los asesinos se asesinaron».

«… Jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la Violencia». Con mayúscula. Con esa frase, que todo colombiano conoce de memoria y que muchos suelen declamar cuando se emborrachan, se abre la novela. Y esa Violencia con mayúscula la impregna toda, como impregna toda la historia y la literatura de Colombia: desde los Varones ilustres, la epopeya en verso de Juan de Castellanos, hasta los sicarios de la mafia que hoy pueblan las telenovelas. La frivolidad de la violencia: «Yo ardía por conocer detalles de esa crónica pavorosa», dice un personaje hablando del infierno de las caucherías. La violencia, acompañada siempre por «la dominante obsesión de la riqueza» a cualquier precio: el robo, el asesinato, la esclavitud, el genocidio, la traición. Violencia y riqueza, con la miseria y la suciedad y la presencia abrumadora de la naturaleza —inmensidad de los llanos, cerrazón claustrofóbica de la selva—, constituyen el ámbito de la novela, en donde confluye toda Colombia. El propio Arturo Cova, que quiere ser poeta y también, cuando vuelva, Presidente de la República, presuntuoso, quejumbroso y violento; su amante cachaca, la desvaída Alicia; un filipichín bogotano refugiado en la selva de sus maromas financieras; llaneros domadores de caballos y coleadores de reses; caucheros ricos; caucheros miserables; un juez corrupto: «Con la justicia no nos metamos, porque nos coge sin plata». Un gobernador contrabandista; un coronel asesino; una turca lasciva que invoca a Alá; colonos, cuatreros, ladrones, putas. Y, siempre, la agobiadora naturaleza: «Las aguas corrían al revés y bandadas de patos volteaban en las alturas». Y el ruido de las palabras: artificiosamente poéticas, como albicante, que quiere decir «notable por su blancura», o altamente especializadas, como belduque, que es un cuchillo pequeño, o fotuto que es una corneta rústica. A veces, por el puro placer del ruido, suelta el autor retahílas de nombres de caños y de ríos que ningún lector recordará, pues nunca se repiten: el Vaupés y el río Negro sí; pero, ¿el caño Yurubaxí, el correntón de Yavaraté, el río Purús, el Yaguanarí, el Guaracú, el Isana y el Kerarí, el Cababurí, el Maturacá? ¿El Curicuriarí?

Y pasan cosas y cosas en desorden, como en la vida: es una novela realista. Pasan las hormigas tambochas, «un temblor continuo que agitaba el suelo». Matan a alguien de una cuchillada, y un perro se lo lleva arrastrándolo por una tripa. A alguien se lo comen las pirañas «entre un temblor de aletas y centelleos». Se roban a dos mujeres. Cae un súbito nublado sobre el llano, doblando hasta el suelo las palmeras. Alguien se vuelve loco por el embrujo misterioso de la selva.

El final se precipita: se nota que también el autor quiere salir de ese embrujo. No aparecen las mujeres robadas, se olvida el caucho, unos personajes se van por un río, otros por otro, se pierden; y la novela se acaba, sin desenlace que respete las normas académicas. «¡Los devoró la selva!», es la frase con que se cierra el breve epílogo a los papeles dejados por Arturo Cova escrito por el cónsul en Manaos. También es frase sabida de memoria por todos los colombianos.

La vorágine es una novela de 1924. Noventa años después, la Colombia que pinta sigue siendo igual. Sólo ha cambiado la selva devoradora, que hoy es urbana porque hemos talado la otra. Ya entonces un cauchero decía:

«Es el hombre civilizado el paladín de la destrucción. […] Y sus huellas son semejantes a los aludes. Los caucheros que hay en Colombia destruyen anualmente millones de árboles. En los territorios de Venezuela el balatá [caucho negro] desapareció. De esta suerte ejercen el fraude contra las generaciones del porvenir».

Casi ninguno de los animales que Rivera nombra en su novela existe ya, salvo las vacas, que han acabado con la selva. Las bonanzas se han ido: se fue la asesina bonanza del caucho como antes las destructivas bonanzas de la quina o de las plumas de garza, y como después se fue la de la marimba, dejando al país en brazos de la de la coca, que lo desangra. Porque lo que sigue intacto, como en los tiempos de La vorágine o en los más viejos de la Conquista, es la pasión de la violencia.

POEMA LOS POTROS

- Jose Eustasio Rivera -

Atropellados, por la pampa suelta,

los raudos potros, en febril disputa,

hacen silbar sobre la sorda ruta

los huracanes en su crin revuelta.

Atrás dejando la llanura envuelta

en polvo, alargan la cerviz enjuta,

y a su carrera retumbante y bruta,

cimbran los pindos y la palma esbelta.

Ya cuando cruzan el austral peñasco,

vibra un relincho por las altas rocas;

entonces paran el triunfante casco,

resoplan, roncos, ante el sol violento,

y alzando en grupo las cabezas locas

oyen llegar el retrasado viento.

América Latina vive en transformación continua. Sus realidades mutan con el tiempo, aunque hay elementos prevalentes que funcionan como bases explicativas de su entramado social; en ellos subyace el génesis de la realidad, y a través de sí nos podemos explicar cuanto acontece, por extraño o novedoso que osara parecer.

La realidad continental en su escenario “tierra adentro” tiene en la literatura su clave descifradora exacta, algo así como el desvelador más consecuente y cierto, por lo demás erigido a partir de un criterio estético fluyente junto al discurso mismo. Así la narrativa latinoamericana deviene en intérprete eficaz de cuanto representan su pasado, presente y futuro.

Nos hallamos ante un conglomerado de contrastes entre hombre y entorno; entre campo y ciudad y, dentro de ella misma, los espacios con su gente marginada. Una mirada a la realidad latinoamericana a través de su narrativa nos llevaa nombres esenciales, entre otros como Jorge Amado, Carolina María de Jesús, Alejo Carpentier, Rómulo Gallegos, Gabriel García Márquez y José Eustasio Rivera, quien ocupa la reseña de hoy.

José Eustasio Rivera nació el 19 de febrero de 1888 en la localidad colombiana de San Mateo-Rivera, en el departamento de Huila. Hijo de familia asida a la tierra como fuente de sustento y de antepasados de armas, su arraigo al campo se advierte en buena parte de su poesía; fue un hombre identificado en extremo con la geografía de su patria, y dio testimonio de esa realidad, donde vislumbra su concepto sobre lo efímero y trágico de la vida. Es obvio que como latinoamericano genuino, Rivera sea expresión del “grito de la tierra y de su gente”.

La novela La Vorágine no fue la única obra en prosa escrita por José Eustasio Rivera, aunque con ella fue suficiente para que el colombiano huilense llegase a la inmortalidad. A pesar de ello, la vida no ha sido del todo justa con él, ya que otras obras suyas – no de la trascendencia de la ya mencionada – han quedado casi en el olvido.

De su autoría es el cuento La mendiga de amor, publicada en una revista y la única muestra del género que se le conoce a este autor. En ella se aprecia su dominio narrativo como anticipo de lo que forjaríanueve años después en su gran novela, junto al tema de la naturaleza y el amor. Otra es La visión de los llanos, también anterior, donde se pronosticasu visión de la naturaleza perfilada en La Vorágine. De Rivera es también la obra de teatro Juan Gil y un ensayo que tituló La emoción trágica en el teatro. Se comenta que el autor escribió en Nueva York otra novela: La mancha negra, cuyo texto fue dado por perdido. En cuanto a poesía, lo más difundido es el libro de sonetos Tierra de promisión, de 1921.

Retomando La Vorágine, novela clásica de las letras en lengua española, fue escrita en 1922 y publicada por primera vez en Bogotá dos años después. Su gran virtud es que en ella colisionan el hombre y sus pasiones en medio de la inhóspita selva y sus plantaciones de caucho; es la novela del hombre que huye de la ciudad y se refugia en un universo dominado por la vegetación amazónica para hacerse testigo de la agreste y despiadada explotación que sufren los jornaleros en estado de esclavitud.

A lo largo de esta novela se establecen varios antagonismos: de un lado, el de seres en condición sub-humana donde sus vidas valen menos que nada y pugnan bajo el azote de sus pasiones; de otro, el conflicto hombre-naturaleza, tan contradictorio como inevitable. En sus páginas la realidad palpita en carne viva, donde el dolor es expelido por los poros de sus protagonistas.

José Eustasio Rivera supo sacudirse de los cánones románticos y costumbristas del tiempo en que vivió para concebir – consciente o no –el retrato de una época que aún gravita en el contexto de su país. La Vorágine, a un siglo de escrita, es una novela para disfrutar su lectura, aprender y explicarnos mejor la fenomenología latinoamericana contemporánea desde el universo de las letras.

https://www.uniminutoradio.com.co/la-voragine-clasico-universal-de-la-literatura-en-unicatedra-musical-de-uniminuto-radio-neiva/

La Vorágine es un relato descomunal y desbocado

“Poco a poco el escritor decayó en un grave estado que, tras cuatro días en coma, llevó a la muerte a José Eustasio Rivera, el 1 de diciembre de 1928”. Así recogen varios textos el fallecimiento del más grande escritor del Huila y por ello el Programa Unicátedra Musical de UNIMINUTO Radio Neiva hace un homenaje especial al autor de La Vorágine, al conmemorarse 90 años de este episodio. A fines de abril de 1928 llegó Rivera a Nueva York. Contaba 40 años y ya era conocido como poeta y novelista de prestigio, político y diplomático a nivel internacional.

En este segundo programa, recogemos la génesis de La Vorágine, recordando que “la poética de José Eustasio Rivera es de una lírica que habla del horror y la crueldad, siempre acompañado de una imaginación desbordada y de gran fuerza expresiva. Ahondó psicológicamente en los personajes diversos manejados por medio de simbolismos”.Para los expertos, “La Vorágine es una novela grande en todos los sentidos. Pocos relatos del siglo XX se le pueden acercar y menos aún siguen ocasionando tantas disputas sobre sus inabarcables significados. Así, La vorágine puede ser leída como la escarnecedora denuncia de la explotación inhumana de los caucheros en las selvas de la cuenca orinoco-amazónica, pero también como la novela iniciática del inmediato indigenismo o incluso, como opina Gutiérrez Girardot, como la tragedia del hombre moderno abocado al nihilismo ante la impiedad de cuanto le rodea y el rotundo fracaso de sus anhelos”.

Agregan que “Sea como fuere, La Vorágine es un relato descomunal y desbocado, que si arranca con un regusto entre el Romanticismo y el Naturalismo, concluye con un lenguaje propio que consigue estremecer al lector cuando lo enfrenta sin redención con la vacuidad del existir. No en balde fue, hasta la aparición de Cien años de soledad, la gran novela de Colombia, y sigue siendo una de las piezas maestras de la narrativa hispánica del siglo XX”.

Al conmemorarse los 90 años del fallecimiento del mayor de los escritores en la historia del Huila, José Eustasio Rivera Salas, 1 de diciembre de 1928, el Programa Unicátedra Musical de UNIMINUTO Radio Neiva hace un homenaje especial al autor de La Vorágine.

Este 19 de febrero del 2024, se cumplen 136 años del nacimiento de la más importante figura de las letras y la literatura del Huila, el novelista y poeta José Eustasio Rivera, quien recibe nuevos reconocimientos de la comunidad y las autoridades departamentales.

Cabe recordar que José Eustasio Rivera nació la población de San Mateo, hoy Rivera,en 1888 y murió en Nueva York, 1928) Escritor huilense autor de la novela La Vorágine (1924), considerada un clásico de la literatura hispanoamericana. Hasta la llegada de La Vorágine, la literatura colombiana sólo tenía en la María de Jorge Isaacs (1867) una obra de indiscutible altura universal.Según los expertos, José Eustasio Rivera logró en esta narración desembarazar la novela nacional del localismo detallista propio del costumbrismo y, con original expresión, supo plasmar a través de la tragedia de Arturo Cova la enconada lucha del hombre con la naturaleza.

Rivera hizo sus primeros estudios en Neiva, primero en el colegio de Santa Librada y posteriormente en el de San Luis Gonzaga, mostrando tempranamente su inclinación por las letras. Influido por las corrientes románticas y modernistas, ya desde sus primeros poemas reveló su inquietud por la naturaleza. A través de su identificación con la geografía nacional, José Eustasio Rivera logró una poesía llena de emoción, sin pertenecer a los movimientos de su época como los Nuevos, ni a la acartonada generación centenarista. PRIMEROS POEMAS

De 1906 a 1909 son los poemas «Gloria», «Tocando diana», «En el ara», «Duo de flautas», «Triste», «Aurora boreal» y «Diva, la virgen muerta», este último dedicado a la memoria de su hermana Inés. Todos estos poemas están impregnados de las dos corrientes que a principios de siglo se confundían en Colombia: el romanticismo y el modernismo. Rivera, en medio de las dos corrientes, romántica y modernista, sin ser de los Centenaristas, pero tampoco de los Nuevos, logró en un estilo muy personal, aproximarse de manera original a un tema frecuente en la poesía colombiana: su geografía física. En su aproximación al paisaje, Rivera no sólo trató de subjetivizar la naturaleza, sino de hacerse uno con ella. No trató de animizarla, sino de adoptarla para darle fuerza a su propia subjetividad, en una correlación tan íntima, que al finalizar el poemario Tierra de promisión, en el soneto XXV de la tercera parte, se atrevió a decir: …Y quién cuando yo muera consolará el paisaje?. En términos generales, la totalidad de la obra de José Eustasio Rivera abrazó el sentido trágico de la vida. Rivera vivió obsesionado por la terrible limitación de la grandeza de la vida: la mortalidad y la intrascendencia de la condición humana: El hombre a pesar de la libertad de su pensamiento, debe rendirse ante la finitud de su tiempo, sin que el otro tiempo le permita ninguna absolución.

En 1920 Rivera publicó un soneto que ilustra esta idea: Loco gasté mi juventud lozana / en subir a la cumbre prometida, / y hoy que llego, diviso la salida / del sol tras una cumbre más lejana. En 1906 Rivera ganó una beca para ingresar a estudiar en la Escuela Normal de Bogotá. Allí fue el protegido de un profesor y escritor conocido bajo el seudónimo de Pacífico Coral. En 1909 se trasladó a vivir a Ibagué y trabajó como inspector escolar. Sus poemas de esta época están marcados por elementos de la poesía épica de Miguel Antonio Caro y de Rafael Núñez. Estos poemas estuvieron vinculados a las celebraciones del primer centenario de la independencia de los países bolivarianos. Los mejores de ellos se encuentran consignados en su extensa Oda a España, que obtuvo el segundo lugar en los Juegos Florales de Tunja, en 1910. Esta obra fue publicada en El Tropical de Ibagué, en septiembre del mismo año.

Publicación de La Vorágine

La Vorágine se publicó en abril de 1924, en la Editorial Cromos de Bogotá. La novela fue escrita durante dos años, y corregida en seis meses, entre Sogamoso, San Fernando de Atabapo, Yavita, Maroa y Neiva. Según Isaías Peña, algunos de los elementos que confluyen en la novela son: El sentimiento trágico de la vida, como lente condensador, y los celos como ingrediente permanente de la relación de pareja. La historia de Arturo Cova, protagonista de La Vorágine, es la historia nuestra, es la historia desolada de los caucheros esclavizados en las fronteras de Venezuela, Brasil y Perú. Sin caer en la sociología literaria, Rivera logró fundir magistralmente la tragedia colectiva de los caucheros, con la tragedia individual de Arturo Cova, su vida y su turbulento amor. Pocos autores como Rivera en Colombia y en el continente latinoamericano anota Isaías Peña- han tenido ese don de hacer hervir la conciencia de los personajes de una obra. Por eso hombre y naturaleza en esta novela son un río (grávido) que nace, crece, da muchas vueltas, se enturbia, se golpea en los raudales, se ahonda, se embruja y se pierde en el mar o en el cielo.

En 1918, en Orocué, Luis Franco Zapata le contó todas sus historias a Rivera, desde las más íntimas hasta las de índole social, sin excluir las mitológicas, las de aventuras y las de sangre. «La mayor parte de los personajes de La vorágine (afirma Isaías Peña Gutiérrez) surgieron de los relatos de Luis Franco Zapata, incluidos los nombres, que poco variaron.» La vorágine se terminó de escribir el 21 de abril de 1924, en Neiva. Su lanzamiento al público coincidió con el cumpleaños de la madre del autor, el 25 de noviembre de 1924.

La prosa de José Eustasio Rivera es poemática y lírica aun en el horror y en la crueldad; el lenguaje lo acompaña en la imaginación desbordada, con su profusión de imágenes de gran fuerza expresiva.

Terrible y desmesurada, llena de misterio y violencia, La vorágine halla su límite artístico en los elementos de carácter documental en que abunda, y su grandeza en la reconstrucción de un mundo en el que la moral cristiana agoniza, mientras se perfilan los esfuerzos que señalan el nacimiento de una nueva moral rigurosamente adaptada a la vida impuesta por la selva a quien se aventura en ella.

TRABAJO EN LA COMISIÓN LIMÍTROFE Y DENUNCIA SOCIAL

Después de la muerte de su padre, en 1922, Rivera se trasladó a Sogamoso y comenzó a escribir La Vorágine. Por esta época fue designado secretario abogado de la Comisión Limítrofe Colombo-Venezolana, y el 19 de septiembre de 1922 partió con esta Comisión rumbo a Girardot. Siguiendo la ruta del río Magdalena abajo, pasaron por Barranquilla, Puerto Cabello, La Guaira y Puerto España. Entraron por el Orinoco hasta Ciudad Bolívar, antigua Angostura, y llegaron a Caicara a finales de octubre. Antes de la confluencia del río Meta con el Orinoco, en los raudales de San Borja, José Eustasio Rivera, cansado por el abandono en que los tenían los gobiernos de Colombia y Venezuela, decidió renunciar a la Comisión y continuó solo el viaje.

El 20 de diciembre llegó a San Fernando de Atabapo, sobre la estrella fluvial del oriente que conforman las desembocaduras de los ríos Orinoco, Guaviare, Atabapo e Inírida. En un caserío en Orocué, contrajo paludismo y allí se reencontró con Melitón Escobar, su antiguo compañero de comisión. A finales de enero de 1923, se reintegró nuevamente a la Comisión. Salieron de San Fernando, bajaron a Yavita, Maroa y Victorino, en plena selva, y sin mapas, ni los más elementales instrumentos de trabajo, trazaron los límites, en compañía de los ingenieros suizos con los que viajaban. Según anotaciones en el diario del médico venezolano de la Comisión, doctor Ramón Ignacio Méndez Llamozas, fue en los largos y tediosos días de la permanencia en Yavita, que José Eustasio Rivera escribió muchos de los capítulos de La Vorágine, y fue allí donde le oí leer algunas páginas de la obra.

A finales de mayo regresaron a San Fernando, y Rivera decidió, con Melitón Escobar, retornar al país. Durante el viaje de vuelta, Orinoco arriba, Rivera se dedicó a tomar nota y a recoger toda la documentación existente sobre el abandono en que vivían los colombianos en las fronteras. Así conoció la explotación inhumana de los caucheros en las selvas de Colombia, Venezuela y Brasil, y la fatídica historia de los capataces de la Casa Arana, que dominaban los territorios entre los ríos Putumayo y Caquetá. El 18 de julio de 1923, Rivera envió desde Manaos al Ministerio de Relaciones Exteriores, sus denuncias sobre las injusticias y crímenes cometidos a los colombianos en las fronteras. El 12 de octubre regresó a Bogotá. Entre abril y mayo de 1924, luego de organizar una Junta Patriótica de Defensa Nacional en Neiva, se dedicó a escribir artículos de denuncia en la prensa nacional, pero sus advertencias y peticiones no fueron acogidas.

Muerte

Lo que en un principio el médico creyó que era una gripe y que finalmente jamás logró diagnosticarse (no se permitió la autopsia) fue convirtiéndose en un grave estado que, tras cuatro días en coma, llevó a la muerte a José Eustasio Rivera, a las 12:50 de la invernal tarde del 1 de diciembre de 1928.