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REDES SOCIO-DIGITALES, INTELIGENCIA ARTIFICIAL Y COMUNICACIÓN REVISTA LOGIA

REDES SOCIO-DIGITALES, INTELIGENCIA ARTIFICIAL Y COMUNICACIÓN

Por Diego Alejandro Ramírez Mendoza

Anthony Giddens dijo hace ya más de diez años en su texto intitulado: Un mundo desbocado, que la comunicación electrónica instantánea, hoy podríamos decir también las redes socio-digitales, había llegado para transformar nuestras vidas, quizás no en su esencia en cuanto a que se constituye aun gracias al co-estar con otros “arrojados al mundo”, pero sí en su accidente en el sentido de que cada vez más nos adecuamos y adaptamos a un mundo que ya no solo es “el de la carne”, sino el digital —que no virtual en tanto que, como escribieron las académicas Karina Bárcenas y Noemí Preza en su artículo intitulado: Desafíos de la etnografía digital en el trabajo de campo onlife, “el epíteto de ‘virtual’ ya no es útil, ya que más bien se coloca como una distracción frente a la importante tarea de entender las prácticas sociales contemporáneas, muy reales en su experiencia y en sus consecuencias” (Bárcenas y Preza, 2019, p. 135)—.

Y es que, en efecto, nuestras vidas se han transformado conforme la tecnología ha ido avanzando para colarse cada vez más en nuestro mundo de vida, ya que ésta, junto con la ciencia, moldean “el modo de ver” de los habitantes de la cultura contemporánea, de forma tal que hablamos entonces de una relación determinada determinante en donde la ciencia, la tecnología y la cultura se entrelazan de formas absolutamente complicadas, pero que hacen que se antoje que su disociación sea imposible o que alguna de las tres sea más importante que cualquiera de las dos anteriores, haciendo que se dificulte todo análisis posterior.

Así, el mundo de hoy —sociedad red de un mundo sin fronteras, diría Manuel Castells— está cada vez más conectado y se ha configurado una ontología diferente, pues hemos pasado de lo orgánico a lo digital, en donde se obvia lo cercano y se idolatra lo lejano, es decir, donde difícilmente se entabla amistad con un vecino, pero sí con una persona al otro lado del mundo gracias a plataformas como Facebook, Instagram o Twitter.

Son muchas las críticas y preguntas que se pueden realizar cuando uno se pregunta por eso de las tecnociencias y las ciberculturas, pues si bien hoy el ser humano se obsesiona por poseer extensiones de su cuerpo que potencien sus capacidades —celulares que nos permitan acceder a un sinfín de información en cualquier momento o relojes inteligentes que sean capaces de recordarnos que debemos ‘tomarnos un momento para respirar’—, vale la pena recordar que esto nos ha empezado a quitar gran parte de nuestro ser humano en el humanizar, ya que la vorágine de nuestro mundo hiperconectado comienza a mostrar cada vez más cómo el ser humano contemporáneo empieza a perder aquella sensitividad, aquellas concepciones poéticas que lo mantenían ligado a su lugar de origen —la Tierra¬—, en tanto que hoy empieza ya incluso a ser remplazado por aquella máquina que, aunque perfectible, no padece turbaciones y es más efectiva.

En este sentido las palabras del filósofo y teólogo alemán, Byung-Chul Han en su obra intitulada: El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, adquieren un cariz muy vivaz, pues menciona él que “la técnica moderna destierra (entterranisiert) la vida humana” (Han, 2015, p. 39), no solo porque ahora es muy común emprender misiones a la luna, sino porque lo cercano se nos aleja cada vez más, al tiempo que lo que se proclama como propio de una cultura puede ser fabricado en un sitio que nada tiene que ver con sus raíces, pues los escritores Michael Menser y Stanley Aronowitz, en su texto intitulado: Tecnociencia y cibercultura, escribieron lo siguiente:

lo que las tecnologías han explicitado es que las fronteras culturales siempre han sido más o menos permeables y que los objetos culturales pueden transmitir creencias culturales y al mismo tiempo permanecer indeterminados. Incluso antiguas tradiciones reproducidas durante milenios adoptan selectivamente nuevas tecnologías, como en el caso reciente de la utilización por parte de varias órdenes tibetanas del CD-ROM para el almacenamiento de sus escrituras más sagradas (Aronowitz y Menser, 1998, p. 26).

Cabe también preguntar, si es que el ser humano está también interesado en la incorporación de máquinas sintientes a la vida humana, ¿cómo lograrán que un robot pueda tener emociones? En tanto que puede ser posible modelar/imitar los procesos biológicos, pero no pasa así con el mundo cultural, pues no funciona de acuerdo a leyes biológicas deterministas, sino que se rige por reglas muy diferentes, mismas que se entrelazan con aquello que es fáctico y comprobable en aras de tener sedimentos fuertes, pero que no siempre obedecen a los designios de la razón, sino de la propia subjetividad (con todo y sus consecuencias, comprobables gracias a una posmodernidad que las ha llevado hasta el extremo). Y es que, si bien nos hemos convertido en un trozo de carne consciente y sensible enchufado a un “mundo distinto” por medio de la computadora, como dice Roger Bartra en su texto del año 2019, intitulado Chamanes y Robots, quizás las máquinas nunca lleguen adquirir esa plasticidad cerebral adaptativa y espontánea que tanto nos caracteriza.

Ojalá, entonces, no empiecen, en el futuro, claro, a presentarse dificultades, cambios, acortamientos a los que puede ser que el ser humano comience a enfrentarse una vez que un proyecto tal como el metaverso comience a ser algo tan normal como lo es hoy realizar un post en Facebook o enviar un mensaje por WhatsApp. Quiero decir, hoy sabemos que el cuerpo en toda su concreción juega un importantísimo papel para el conocer humano, para poder “hacer emerger” o “enactuar” —poner en acto— la realidad, porque, como escribió el filósofo Marco Antonio Millán Campuzano en su obra intitulada: Para una filosofía de la comunicación: “la experiencia senso-corporal recurrente es la que conforma las huellas que nuestra mente dispone para confrontar diversas situaciones en el mundo, haciendo emerger una realidad enactuada” (Millán, 2020, p. 75), esto, evidentemente, siguiendo la propuesta de la enacción como cognición corporizada de Francisco Varela.

En un mundo cuya sociedad ha estado siempre acompañada por la tecnología, y que hoy más que nunca depende de ella y la utiliza en todo momento, de tal forma que hoy se puede decir que algunos de los productos de las tecnociencias nos habitan: los marcapasos, por ejemplo, mientras que a otros los habitamos nosotros: habitaciones con calefacción regulable, por ejemplo; en un mundo con las características descritas antes ¿Sería descabellado pensar que la renuncia al cuerpo —con todo y sus consecuencias— es algo inevitable? Menser y Aronowitz, de nuevo, en el texto que antes citamos (Las tecnociencias…), dijeron (en una cita que revela los efectos que el paso del tiempo ha tenido sobre ella) que:

los actuales sistemas de comunicaciones (teléfono, fax, correo electrónico) posibilitan cierta «cercanía» mediante un intercambio relativamente rápido de contenidos orales o escritos. Algunos intercambios tardan días y semanas (correo), otras funcionan en «tiempo real» (algunos tipos de foros informáticos y demás). Siempre que estemos de acuerdo en dejar atrás nuestro cuerpo, podremos entrar en estos planos cada vez más «eficientes» del intercambio semiótico (Aronowitz y Menser, 1998, p. 32).

Cierto es que la renuncia al cuerpo no será algo que se produzca radicalmente, por lo menos no pronto, puesto que el cuerpo es enteramente importante para el habitar humano en tanto humano. Sin embargo, realizar y pensar en derredor a estas problemáticas y cuestiones permiten recordar el fundamento de lo humano como una directriz que no debe perderse de vista en medio del imperio de lo digital, los datos y la inmediatez. Al respecto la filósofa Mane Tatulyan escribió en su obra intitulada: La singularidad radical: ensayo sobre los fenómenos singulares, lo siguiente:

La consecuencia lógica del dataísmo es la aparición del quantified self, producto directo de la informatización y comprensión analítica del hombre con la premisa del autoconocimiento a través de números. Esta informática personal (que entiende al hombre como un ordenador que genera constantemente una masa de información) prolifera con el advenimiento de distintos softwares de self-tracking. Pero cuando se confunde el autoconocimiento (el auténtico sapere aude) con la recolección y el análisis de datos (impersonal, maquinal), el destino del hombre termina siendo el mismo que el de sus máquinas. El problema comienza cuando los biólogos llegan a la conclusión de que los organismos son algoritmos, rompiendo la barrera que separaba a lo orgánico de lo inorgánico y transfiriendo la autoridad de los humanos a los algoritmos (Tatulyan, 2020, pp. 40-41).

Dicho lo anterior, se abre otra pregunta, muy ligada, por cierto, a la que antes hicimos (la de la renuncia al cuerpo), y es: ¿Será que nuestra experiencia del mundo comience a verse recortada por un sistema computarizado y de píxeles que solo conciba a los procesos de nuestro cerebro como receptáculos de información de lo pre-dado?, aun cuando se olvide que nuestro conocimiento se da a partir de nuestra capacidad de interpretación y entendimiento bifurcado en dos grandes áreas: la biología y la comunicación con los otros, que, como dijo Varela en su momento: “se vive y se experimenta dentro de un dominio de acción consensual e historia cultural” (Varela, p. 177).

O más aún, si ya hoy es visible el hecho de que los algoritmos se presentan ante nosotros como entes omniabarcantes que nos dicen: “yo sé lo que quieres mejor que tú”, mismos a los que, en efecto, nos entregamos, porque, como escribe Millán, de nuevo, en el libro que citamos antes (Para una filosofía…): “la sociedad del conocimiento es una sociedad Smart. Los sujetos de la sociedad del conocimiento rigen las coordenadas de su existencia por dispositivos Smart, que los localizan, los ayudan a transportarse, les permiten leer sus PDF de su literatura predilecta y muchas cosas más” (Millán, 2020, p. 37).

En un escenario así, ¿será que incluso veamos afectaciones en nuestro pensamiento y nuestra agencialidad sobre el mismo y nos suceda algo parecido a los pacientes que padecen esquizofrenia y manifiestan haber perdido la capacidad de sentir el “estar gestando” su propio pensamiento, como si éste pasara por su mente sin que ellos lo sientan como propio, pero sí como implantado por un agente externo que ha interrumpido su “continuidad última de la estructura del tiempo y, con ello, del tiempo absoluto como un ‘yo’” (Canales, et al., 2013, p. 259)? Tal y como lo manifiestan los psiquiatras Andrés Canales, et al., en su artículo intitulado: Neurofenomenología del tiempo según Francisco Varela: ¿la temporalidad de la conciencia explicada?

En fin, el tema es interesante y complejo. Para concluir, quisiera recuperar lo dicho al principio a propósito de Giddens: la comunicación electrónica instantánea ha cambiado nuestras vidas y “algo ha cambiado en la esencia de nuestra experiencia cotidiana cuando puede sernos más conocida la imagen de Nelson Mandela que la cara de nuestro vecino de enfrente” (Giddens, 2000, p. 8). Sólo la historia será la que objetivamente podrá brindar una mirada crítica sobre lo que a nosotros nos está tocando vivir, pero, aunque no tengamos datos certeros aún sobre si el Chat GPT, por poner un ejemplo, será más beneficioso que perjudicial, o al revés, cierto es que lo que sí nos corresponde es estar muy pendientes de la inmersión de la tecnología en nuestras vidas, ya que aunque ésta nos ha traído beneficios de incalculable valor, no podemos negar que, y cada vez más, nos invita a recortarnos a nosotros mismos de nuestra propia humanidad.

Referencias y lecturas recomendadas:

Aronowitz, S., Menser, M. (1998). Sobre los estudios culturales, la ciencia y la tecnología. En: Tecnociencia y cibercultura. (pp. 21-44). España: Paidós.

Bárcenas, K. and Preza, N. (2019) Desafíos de la etnografía digital en el trabajo de campo onlife, Virtualis. Recuperado de: https://www.revistavirtualis.mx/index.php/virtualis/article/view/287 (Acceso: 2023).

Bartra, R. (2019). Chamanes y robots. Reflexiones sobre el efecto placebo y la conciencia artificial. Barcelona, España: Anagrama.

Giddens, A. (2000). Globalización. En: Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. (p.8). Madrid, España: Taurus.

Canales, A., et al. (2013). Neurofenomenología del tiempo según Francisco Varela. ¿La temporalidad de la conciencia explicada? Actas Españolas de Psiquiatría. Recuperado de: https://actaspsiquiatria.es/larevista.php (Acceso: 2023).

Han, B. (2015). La velocidad de la historia. En: El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. (p. 39). España: Herder.

Millán, M. (2020). Hacia una filosofía de la comunicación. (pp. 33-76). México: Ediciones del Lirio.

Tatulyan, M. (2020). La humanidad in vitro. En: La singularidad radical. Ensayo sobre los fenómenos singulares. (p. 40). Madrid, España: Experimenta Editorial.

Varela, F. (1997). El segundo cerebro del cuerpo. En: El final de los grandes proyectos (pp. 177). Barcelona, España: Gedisa.

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