En el mundo sensible, aquel donde operan los sentidos, existen dos fuerzas íntimamente enlazadas en una danza invisible: el orden y el caos.
En este baile armónico, el ser humano ha tendido a mostrar una debilidad preferente por el concepto de orden, habiéndole consagrado una serie de virtudes ligadas a la razón, la matemática o la precisión. Así, existen los números ordinales, la taxonomía (del griego taxis=ordenación, nomos=regla o norma) como ciencia de los principios que permiten la clasificación sistemática de los seres vivos, o los axiomas, esas verdades de orden universal que no admiten duda ni siquiera para los dominios de la filosofía.
Sin embargo, permanece en todos nosotros una herencia primitiva que bebe del caos. Una impronta que nos recuerda nuestro pasado desde ese gran estallido de luz donde, hace 13800 millones de años, la palabra se hizo carne y cosmos (kósmos, orden en griego) pasó a representar la conquista del universo de galaxias, estrellas, planetas…y caos que hoy habitamos.
EL PRECIO DE LA COMPLEJIDAD
Para poder generar la diversidad de seres vivos, estructuras y ambientes que hoy conocemos, las formas originarias de vida procariota más simples tuvieron que desarrollarse en un contexto de evolución constante.
Actualmente, la vida se entiende ya en términos de sistemas (un caballo, un árbol, una neurona) que conectados dan lugar a los denominados sistemas complejos: formas de organización de elementos similares que interaccionan entre sí de manera armónica a fin de ejercer una funcionalidad que represente una ventaja a su actuación por separado (una manada, un bosque o tu sistema nervioso).
En los sistemas complejos, sin embargo, los resultados de las interacciones que se dan entre sus elementos son impredecibles, no se pueden conocer ni calcular, pues se producen de manera no lineal (no hay una relación causa-efecto directa).
Otra característica muy interesante de estos sistemas es su autoorganización, permitiendo que se puedan comportar de forma ordenada o bien transitar hacia formas de desorden caóticas, en cuyo caso manifiestan propiedades emergentes nuevas que actúan de fuente de complejidad.
Estas propiedades no las poseen los elementos por separado pero sí como resultado de su cooperación, y sirven para alcanzar mediante la adaptación una nueva estabilidad conjunta.
Estos cambios que actúan desafiando al sistema son prácticamente constantes, y de la flexibilidad y adecuación de sus respuestas depende en buena medida la permanencia en el juego de la vida.
No debemos olvidar que es gracias a este perfeccionamiento sin descanso que incluye cambio, fluidez, muerte y caos por el que hoy estamos aquí: somos el resultado de millones de años de obediencia a las leyes universales que rigen la vida.
AL BORDE DEL CAOS
A pesar del espíritu de sacrificio que puede evocar la observación minuciosa de una colonia de hormigas, estudios de los nidos de ciertas especies del género Leptothorax han revelado que pasarían hasta una cuarta parte de su tiempo inactivas, en absoluto reposo.Los episodios de inmovilidad, siendo más largos y erráticos en hormigas aisladas, se truncarían bien de forma espontánea o sobre todo mediante el contacto físico con otras hormigas activas.
Este dinamismo posibilitaría que el individuo, mediante la interacción social, pasase a formar parte de un comportamiento colectivo basado en la comunicación y la cooperación, que permitiría una mayor plasticidad de conductas en la complejidad de la colonia y que sería semilla del fenómeno social. Sin embargo, en la periferia de la colonia siempre existirían individuos reticentes a esta ley, engendrando una zona de transición entre ambos estados ordenados y desordenados, al borde del caos.
¿Pero por qué coexisten orden y caos, cuál es su propósito? La de brindar mayor flexibilidad adaptativa a dichos sistemas. Al borde del caos se balancean propiedades ligadas a ambos estados, y lo que es más, propiedades enteramente nuevas. Así se abre paso la innovación, con la oportunidad de expresión de las propias conductas individuales de las hormigas, pero también con la posibilidad de fluctuaciones temporales o espaciales de la gama de tamaños posibles de la colonia, en una autoexploración de todas sus configuraciones disponibles.
FRACTALES
En el contexto de la teoría del caos y los sistemas complejos, los fractales surgieron para dar respuesta a fenómenos y formas aparentemente caprichosas de la naturaleza, que las matemáticas tradicionales y la geometría clásica euclidiana no podían explicar.
Benoît Mandelbrot (1924-2010), considerado el padre de la genialidad fractal, acuñó este término que se refiere a “lo roto, fracturado, quebrado” para describir con exactitud realidades naturales irregulares como una galaxia, una nube o un cristal de nieve.
Estas estructuras se caracterizan por su autosemejanza, es decir, por ser réplicas de sí mismas y por tanto invariables en cualquier escala desde la que se observen. Su percepción genera entonces una sensación de infinitud al estar siempre contenidas dentro de ellas mismas, rasgo que en la práctica de la materia viva no se da, pero que sí sucede en su equivalente matemático.
Tal expectación y al mismo tiempo rechazo produjeron estas formas de ver el caos desde una nueva perspectiva de orden que, la caracterización matemática de imágenes fractales (conjunto de Cantor, curva de Koch, triángulo de Sierpinski, etc) fue catalogada de matemática “patológica” y a sus creadores de “monstruos” matemáticos.
En la actualidad, en cambio, se ha profundizado en este conocimiento dada la curiosidad y el desafío que supone para la ciencia contemporánea. La teoría fractal representa así, la herramienta matemática a la que se ciñen buena parte de las estructuras caóticas.
RELOJES Y RITMO: LA ESPIRAL DEL TIEMPO, EL VALOR DEL CAMBIO
En la intimidad de nuestras células, órganos y sistemas es posible medir el tiempo para organizar de manera precisa el conjunto de actividades internas (metabólicas, fisiológicas o conductuales) que han de llevarse a cabo periódicamente.
Aquellos sucesos que deben ocurrir cada 24 horas, por ejemplo, vienen determinados por los conocidos como ritmos circadianos. Esto es posible gracias a relojes moleculares presentes en estructuras y organismos de todos los niveles de complejidad biológica, y que se sincronizan por señales ambientales externas como la luz percibida a través de la retina.
De esta manera somos capaces de prepararnos y anticiparnos a los cambios previsiblemente cíclicos para responder de forma eficaz a ellos, escribiendo una música rítmica y congruente con nuestro estado vital.
Sin embargo, si se nos priva de estas señales cíclicas de puesta en hora de nuestros relojes, véase sometiéndonos a condiciones de oscuridad total, generaremos una transición del sistema hacia un nuevo estado con ritmos en “curso libre” (estaremos a merced de nuestra ritmicidad endógena) y una nueva percepción y medida del tiempo ligeramente desacompasada de las señales externas.
El sistema circadiano es muy sensible a pequeños cambios en las condiciones de partida, pero es gracias a estos que se perfecciona y se desarrollan otras propiedades para el restablecimiento de un nuevo orden interno.
Esta flexibilidad camaleónica es necesaria en un mundo a merced del cambio.
De hecho, estudios recientes basados en la epigenética, las modificaciones que afectan a la actividad de los genes (activación, silenciamiento) sin alterar la propia secuencia del ADN, han permitido correlacionar la duración media de la vida de los mamíferos con el grado de estos cambios químicos presentes en su material genético.
Así, la magnitud de estas modificaciones, principalmente asociados a la metilación de las moléculas de citosina del ADN, se ha relacionado con la longevidad, llegándose a la conclusión tras el estudio de más de 15000 muestras de tejido de que los mamíferos más longevos presentan perfiles de metilación más pronunciados en forma de paisajes con picos y valles prominentes. Sin embargo, las células de especies menos longevas exhiben un paisaje de cambios más plano y menos definido. De hecho, este estudio sugiere que algunos genes, factores de transcripción y citosinas con determinados niveles de metilación estarían asociados a procesos de desarrollo específicos de las etapas últimas de la vida, de forma que epigenética y genética habrían evolucionado en paralelo. A partir de las bases de datos generadas en estos estudios, los científicos han construido un reloj epigenético universal que permitiría estimar con precisión la longevidad en función de dichos cambios.
Pero si hay un reloj, un tic tac por excelencia, ese es el lub-dub cardiaco.
En un estudio realizado en Harvard en pacientes con distintas cardiopatías, se analizó la actividad rítmica del corazón mediante el registro de su número de pulsaciones por minuto durante media hora ante un mismo estímulo visual: la película Fantasía de Walt Disney.
El comportamiento del corazón como un sistema complejo no lineal permitió además que su fisiología pudiera ser objeto de estudio desde la teoría fractal.
El visionado de los electrocardiogramas de estos pacientes reveló, contrariamente a lo que tenderíamos a pensar, que no fueron las señales más regulares ni las que presentaban variaciones periódicas estables las que se correspondían con corazones sanos, sino aquellos que a lo largo de la serie temporal estudiada mostraron en el registro fluctuaciones en forma de patrones autosemejantes en las diferentes escalas de observación posibles: fractales.
Posteriormente otros autores han investigado los patrones de la actividad eléctrica cerebral o el modelo de bifurcación de las estructuras de irrigación renal llegando a conclusiones similares: el caos es fractal; su belleza, nuestra salud.
Consecuentemente, el análisis de la geometría fractal tendría el potencial de alertar en la detección de cambios precoces precursores de patologías como el cáncer o las enfermedades metabólicas.
(H)ec(h)os del caos
El poeta portugués Fernando Pessoa escribió en El libro del desasosiego: “Vivimos en un anochecer de conciencia, sin saber con certeza lo que somos o lo que creemos ser”. En la era tecnológica y de constantes estímulos que nos ha tocado vivir, el ser humano tiende a desear el orden como una forma de controlar de inmediato el espacio y las situaciones que le sobrevienen. Pero decidir vivir siguiendo la estética minimalista o el batch cooking no implica escapar al caos. No hay escapatoria posible porque son una misma cosa: orden y caos conforman una entidad que habla de nosotros mismos.
El valor importante del caos reside en su pretensión de alejarnos de la uniformidad y abrirnos a la sorpresa. El desorden puede traer casualidad a nuestras vidas y ofrecernos un encuentro inesperado con la inspiración o la creatividad, por otra parte tan importantes para edificar nuestra propia identidad. Y es que hablar de desorden es también hablar de arte. Pensemos en el Guernica de Picasso, o en alguno de los nocturnos de Chopin. Es ante lo que nos conmueve o incomoda, el dolor de una guerra o la oscuridad de la noche, cuando entramos de lleno en ese viaje introspectivo que nos impulsa a crear.
El arte, en sus diferentes manifestaciones, es una forma de denuncia del caos impermisible y a la vez una manera de reconciliarnos con él entendiendo que forma parte de nuestra naturaleza.
Sin duda, además, existen ejemplos de obras artísticas que recrean el concepto de autosemejanza o que ya apuntaban en la dirección de lo fractal, como El rostro de la guerra de Salvador Dalí o La gran ola de Kanagawa del pintor japonés Katsushika Hokusai.
Con gran acierto, el artista enfrenta en esta última la furia de una ola en mitad de un temporal ante una embarcación de marineros preparados para sucumbir a su trágico destino, con el monte Fuji de último testigo. En esta pintura, la ola tiene estructura fractal estando compuesta a su vez por olas semejantes a ella a menor escala. Pareciera como si el artista representase al fondo el orden y la quietud triangular del Fuji en contraposición a la fuerza destructiva del mar que, simbólicamente, esconde también su propia geometría. Paradójico y bello.
La gran ola de Kanagawa (1831), de Katsushika Hokusai. Fuente: Wikimedia Commons
En este sentido, ya hay estudios que desde la neurociencia abordan la posible relación entre la adaptación de nuestro sistema visual al visionado frecuente de patrones fractales en la naturaleza y nuestra inclinación artística a recrearlos.
De hecho, existe un movimiento denominado expresionismo fractal al que pertenecen obras como las pinturas esparcidas de Jackson Pollock, denominadas así porque la pintura era a voluntad derramada o aplicada mediante objetos sobre un lienzo directamente colocado en el suelo. Sorprendentemente, su patrón fractal se ha comprobado y validado mediante numerosos análisis informáticos posteriores.
¿Estamos hechos del caos?
Orden caótico: el oxímoron más bello
Ian Stewart escribe en ¿Juega Dios a los dados? un alegato que defiende la necesidad de hermanarse con el estado de desorden.
Menciona que las leyes deterministas, el orden de lo predecible, puede producir paradójicamente comportamientos más propios de la aparente aleatoriedad caótica. Así lo expresa al afirmar: “El orden puede engendrar su propio tipo de caos. La cuestión no es ya si Dios juega o no a los dados, sino cómo juega Dios a los dados. El caos es el comportamiento sin ley gobernado completamente por la ley”.
En efecto, no hay conflicto alguno entre orden y caos: no son opuestos, ni autoexcluyentes, ni inmiscibles. Quizás por eso llegue un momento donde los ecos del caos ya no nos parezcan tan disonantes. Donde lo fraccionario, lo fracturado, lo quebrantable, se nos revele como una naturaleza abierta a una realidad que ofrece infinitas posibilidades…Que se retroalimenta del cambio y crece, se reproduce y muere en una especie de ofrenda simbólica garante de nuestra perpetuidad.
Hasta entonces, seguiremos llamando caos al orden que todavía no somos capaces de comprender.