LA POSIBILIDAD DE CONOCERSE A UNO MISMO REVISTA LOGIA

LA POSIBILIDAD DE CONOCERSE A UNO MISMO

PARTE I

Por Diego Alejandro Ramírez Mendoza

“Se descompone el nosotros político que sería capaz de acción en sentido enfático. ¿Qué política, qué democracia sería pensable hoy ante la desaparición de lo público, ante el crecimiento del egoísmo y del narcisismo del hombre?” – Byung-Chul Han.

Hablar de conocerse a uno mismo y su importancia no es cosa fácil, no solo porque es evidente que no soy un filósofo de profesión (formado en la academia), sino únicamente un entusiasta de la filosofía y la pregunta es estrictamente filosófica en tanto que hace referencia a la totalidad de mi propio ego y a la de los humanos todos en general; también porque eso, conocerse a uno mismo por completo, es, literalmente, una misión irrealizable, moriremos sin conocernos íntegramente. ¿Acaso alguien podría, aquí y ahora, responder a la pregunta de quién es uno?, no lo creo. Más factible sería para mí adoptar la humildad y decir lo mismo que Franz Kafka le dijo a su padre, en su Carta al padre, cuando se declaró incapaz de explicarle el verdadero motivo de su miedo hacia él y le dijo: “la magnitud del tema rebasa grandemente mi memoria y mi entendimiento” (Kafka, 1981, p. 25).

Pensar en conocerse a uno mismo es pensar en la auténtica aventura del pensamiento, misma a la que invitaba el Oráculo de Delfos a los atenienses y a Sócrates entre ellos. Sin embargo, pienso que esta no es una tarea que se logre (si es que se puede llegar a lograr de alguna manera) solo, metido en uno mismo como lo proponía Descartes al adoptar la duda como método y desconfiar de todo cuanto que no fueran sus propios pensamientos inmediatos a él y afirmando su propia existencia de ser él mismo pensando: cogito, ergo sum, como solía decir. Cabe aclarar, por supuesto, que la crítica al filósofo francés no busca menoscabarlo, sino dudar de él para no salir de la misma senda por la que él nos propuso transitar para “evitar los errores del pasado” (el pensamiento aristotélico), la senda de la duda como conductora hacia el conocimiento indubitable (duda que, por si acaso, buscaba la certeza, no la relativización).

Pienso que, contrariamente a lo que prolifera en el discurso de hoy, el del posmoderno que quiere encontrarse a sí mismo en los objetos y, además, encerrado en su ego monadológico, que solo finge salir de sí por y para la mera acción dramatúrgica, debemos seguir la recomendación del filósofo Marco Antonio Millán Campuzano que nos invita a pensar en el acto de generar comunidad en aras de la sobrevivencia, cuando en su libro intitulado: La comunicación humana en tiempos de lo digital, nos dice que “los seres humanos tenemos un comportamiento, existencialmente hablando, siempre (des)centrado de sí y dirigido a otro, mismo que aparece para darle sentido a nuestros proyectos, nuestro trato con las cosas y nuestro trato con uno mismo” (Millán, 2014, p. 70). Es decir, no somos individuos aislados, sino comunitarios, y que hacen referencia a un mundo cuando conocen, pero no a uno inventado o personal, sino comunal, pre-dado y humano. Por lo que, si quiero conocerme a mí mismo, lo primero que tengo que hacer es aceptar que soy en los otros.

Pero, dada la situación actual, vale preguntarse entonces: ¿Es acaso posible pararse a contemplar y preguntarse por la totalidad de todo cuanto existe en tanto humanos que somos (sintientes, racionales y volitivos)? De hecho, parece que sí, que estamos en la mejor época para hacerlo: absoluta “preocupación” por la salud mental y su “visibilización”, por doquier gente profesional, de la farándula, activistas y amigos hablándonos, al mismo tiempo, por cierto, de la importancia de ir a terapia, de hablar de “gordofobia”, de las formas cotidianas de “opresión”, de la importancia de alejarnos de la “toxicidad” poniendo límites y validando nuestras propias emociones en aras de “la responsabilidad afectiva”. ¿Será que verdaderamente nos estamos liberando de los grilletes que generaciones anteriores construían y aceptaban como herencia que estaban dispuestos a traspasar a sus hijos, o será que no estamos haciendo nada más que ‘operativizarnos’ de una forma nueva y muy novedosa en donde la autoexplotación es la nueva tendencia que hay que seguir de la mano de nuestros influencers favoritos que nos enseñan todo sobre el ‘amor propio’, el ‘respeto’ y la ‘inclusión’? De pronto parece que la solución a nuestros problemas (existenciales, espirituales, de salud, de pareja…, todos) está ceñida al consumo, del cual no escapan ni siquiera aquellos que se desviven criticando al capitalismo por ser causa de todos los males de la Tierra: problemas económicos, sociales, políticos y los que vayan saliendo (algunos muy evidentes y que, por tanto, requieren ser criticados y expuestos, mientras que otros extremadamente pueriles, a saber, que, en efecto, hoy día los pobres son cada vez más pobres mientras que los ricos cada día lo son más, en comparación con los postulados que sostienen que se puede hacer activismo consumiendo alguna marca en específico o siendo espectador de algún contenido en específico).

Evidentemente, brindar una respuesta a la pregunta de arriba es una cuestión complicada, pero, por suerte, la filósofa Mane Tatulyan (filósofa cuyas cavilaciones han inspirado y sostenido el desarrollo del presente ensayo y, por lo cual, aparecerá ampliamente citada durante el trabajo presentado), en su texto intitulado: La singularidad radical. Ensayo sobre los fenómenos singulares, nos dice lo siguiente (me disculpo por la extensión de la cita, pero la coloco seguro de que nos permitirá dibujar un panorama basado en lo que cotidianamente podemos observar y no uno puramente formal o abstracto):

El viaje al interior nunca es gratis. La superproducción del espíritu no es más que otra industria (lo que, a veces, incluso se confiesa inconscientemente, como se lee en el sitio de Mindvalley, «nuestra plataforma Quest tiene una tasa de finalización *333% mejor que el promedio de la industria»). Todo demuestra que estamos en un momento pos del consumo, en el que ya no se consume para el exceso sino para la austeridad, es decir, que se consume como reacción al sistema capitalista (un sistema en el que comer kale es una forma de revolución y donde los derechos de las abejas o las vacas importan más que las de los niños en Palestina o Artsakh). Nos encontramos en una fase en la que la sociedad de consumo se hace consciente de sí misma y busca, de alguna forma, compensar esa anomalía, paradójicamente, con el mismo consumo: todo se vuelve verde y eco-friendly, todo se consume sugar free, fat free, TACC free, el mismo vacío eleva el valor (simbólico y de cambio) del producto. La ausencia se vuelve mercancía, se paga por aquello que le falta al producto; pasamos de la fase de los productos light a los productos free, al estadio de lo totalmente liberado, de una ausencia virtualmente neutralizada por una sociedad totalmente positiva que, en última instancia, interpreta su propia desaparición. ¿Qué vendrá entonces luego de los productos free? A lo mejor, luego de que las verduras y las legumbres también tengan sus derechos, no nos quedará más opción que nutrirnos de la energía solar (pues posiblemente los poshumanos ya dispondrán de esta capacidad) (Tatulyan, 2021, p. 20).

Me parece que justo sería darle la razón a Tatulyan, pues su comentario está estrechamente fundido con la realidad, con una nueva moralidad y normalidad absolutamente liberada de su sentido original, en donde ya no importa lo pre-dado, porque ya todo “depende del cristal con el que se mire”. La verdad no importa, los sólidos no importan, solo importa meditar para encontrar nuestro centro, ser tolerantes, divertirnos y vibrar lo más alto posible. Entonces, ¿hay libertad o dramaturgia ‘instagrameable’ nada más?

Tratemos, pues, de desarrollar un poco más el asunto del mundo como lugar pre-dado. El filósofo alemán Martin Heidegger, en su libro intitulado: Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo, escribió lo siguiente:

ese estar-con-otros viene definido por todos los caracteres […] del estar-siendo-en, es decir, también el más indiferente estar-con-otros en el sentido del ir-uno-detrás-de-otro (por ejemplo, para orientarse en el espacio) sólo resulta comprensible si ese estar-con-otros quiere decir, estar-con-otros en un mundo, estar-siendo-en-el- mundo, sobre cuya base dicho estar-con-otros, por indiferente e inconsciente que sea para el individuo, conforma las distintas posibilidades tanto de la comunidad cuanto de la sociedad (Heidegger, 2006, p. 302).

Por lo que, como podemos observar, necesitamos de los otros incluso para podernos orientar en el espacio (contrariamente a la propuesta del atomismo social posmoderno) y, más aún, en el mundo como totalidad de sentido. Todo lo que hasta ahora hemos dicho no son meras especulaciones ni enredos ensayísticos, sino argumentos incluso comprobables empíricamente.

Las primeras experiencias senso-corporales de los seres humanos (y de los mamíferos en general) se dan estando en la protección de la madre que lleva consigo al futuro nato que pronto saldrá “a la luz del mundo”, pero que por nueve meses (generalmente), gracias a la conexión del cordón umbilical, el feto gusta el sentirse acogido en la seguridad, en el calor, en el recibir la comida por medio de sus venas (las venas del hijo), dentro de las cuales circula la sangre de su madre que es su sangre (suya propia del feto) también, experiencia estética inenarrable, fundante, primera y abismal que no hace sino hacernos volver al fundamento de lo humano que nos dice que no hay que perder de vista que nuestro origen está en la concatenación y en la interacción en el plano no sólo biológico, sino también estético y cultural, porque estas esferas refieren a la emoción sentida por la subjetividad (el nuevo nato) que capta al lecho uterino como fuente de la realización de su vida, pues el entorno que ahí le sale al encuentro le permite desarrollarse en la seguridad del estar protegido por la madre con quien se constituye en relación dialéctica gracias al cordón umbilical (consciente estoy de que el asunto de que la vida sea siempre deseable de ser experimentada implica un debate amplísimo y que nos debe preocupar, pero eso debe ser también motivo de un trabajo mucho más grande y de una entrega diferente). Algo muy similar nos dice el filósofo Enrique Dussel en su Filosofía de la liberación, ya que ahí establece que “la proximidad materna, su calor, caricia, alimentos, susurros, enriquecen a tal punto el reciente mundo que permiten una mayor y mejor constitución de la urdimbre encefálica. La proximidad, entonces, llega a constituir físicamente al otro” (Dussel, 1996, p. 142).

Ahora, cuando un niño nace, su comunidad lo acoge y lo cuida, ¿cómo? A través del lenguaje. El lenguaje coordina nuestras acciones en el mundo de la vida cuando convivimos con los otros desde el co-estar en esa plataforma común y sobre la cual se funda todo lo que conocemos. Dicho sea de paso, hay que tener en cuenta que la palabra es la huella de un efecto de un desarrollo enorme del cerebro del viviente humano que puede ser llevada a una belleza propia, porque la realidad del lenguaje es descubierta como fuente de la vida comunitaria, y el lenguaje entonces tiene belleza en tanto que nos permite un modo superior de vida al de otras especies con las que coexistimos.

Para ser un poco más claro, dejaré que el filósofo Hans-Georg Gadamer hable a través de estas páginas, en este espacio, pues en su texto intitulado: Verdad y método II, este filósofo va a escribir que la esencia misma del lenguaje se encuentra en la inconciencia de los mismos hablantes que articulan su forma de convivir a partir de éste, de que el lenguaje que es de suyo les permite convivir y vivir como lo hacen, siendo que sólo en cuanto que los hablantes reflexionan sobre lo que piensan que están pensando, es que pueden —podemos— caer en la cuenta de que el lenguaje es un irrebasable que está lejos de ser una herramienta que se usa para pasar de un estado a-lingüístico a uno lingüístico, sino que nos es inherente porque nos constituimos (a nosotros, a los otros, las cosas y al mundo) dentro del lenguaje y no fuera de él (Gadamer, 1998).

Dicho lo anterior, permítaseme una doble cita del libro recientemente mencionado de Gadamer con la intención de poner de relieve que el lenguaje es una forma de convivir y no una herramienta (de nuevo me disculpo por la extensión de la cita y, de paso, me disculpo por largas citas futuras que pueden —o no— aparecer a lo largo del texto):

Hablar es hablar a alguien. La palabra ha de ser palabra pertinente, pero esto no significa sólo que yo me represente a mí mismo lo dicho, sino que se lo haga ver al interlocutor. En este sentido el habla no pertenece a la esfera del yo, sino a la esfera del nosotros. […] La realidad espiritual del lenguaje es la del pneuma, la del espíritu que unifica el yo y el tú. La realidad del habla, como se ha observado desde hace tiempo, consiste en el diálogo. Pero en el diálogo impera siempre un espíritu, malo o bueno, un espíritu de endurecimiento y paralización o un espíritu de comunicación y de intercambio fluido entre el yo y el tú (Gadamer, 1998, p. 150).

Nuestra existencia misma se encuentra contenida en esa manera especial y humana de convivir que es el lenguaje, mismo que está estrechamente relacionado con nuestras emociones, y con el amor más que con ninguna otra, pues es gracias a éste que el proceder de los vivientes recién nacidos puede ocurrir y mantenerse en el tiempo, ya que gracias a la comunidad que lo acoge es que este queda protegido como en el lecho uterino, solo que ahora ya no basta con que la piel de la madre lo cubra, sino que es necesario que éste aprenda a habérselas con las cosas y los otros que le muestran “el camino a seguir”, la manera de comportarse y habitar por medio de las palabras.

Luego entonces, los padres le enseñan al hijo pequeño lo que resulta deseable y lo que no, lo que es seguro y lo que no, lo que es malo y lo que no, situaciones que no necesariamente están vinculadas con un saber científico que presume de ser totalmente objetivo, por lo tanto, de tener la capacidad de “desentrañar” todo lo que nos sale al encuentro como aquello que es opuesto y que opone resistencia —obiectum—, sino aquello que tiene que ver con el vivir de los sistemas vivos como entes biológicos en relación dialéctica e indisociable con su esfera cultural y sensible, pero también biológica, misma que los conforma como una carnalidad orgánica que tiene la posibilidad de “medir”—conocer— no solo por medio de aquello que se juzga a través del método científico, al más puro estilo occidental y heredero de personajes como Sócrates, Platón o Aristóteles, sino aquello que también se despega de la mera aplicación de reglas derivadas de cálculos matemáticos y experimentos controlados en un laboratorio y pasa a ser cualitativo y no cuantitativo.

Si bien podemos hoy reconocer todo lo que las ciencias duras y empíricas nos han dado como fruto de su aplicación, no podemos dejar pasar esa otra posibilidad de generar conocimiento que se pronuncia cualitativa, pero rigurosa, tanto como la cuantitativa y matematizada. Al final, Millán nos dice en el libro que antes citamos (La comunicación humana en tiempos…) que “la forma de nuestros vínculos que se ensamblan en la cotidianidad próxima no provienen de una decisión racional deliberada, sino de los que nos proporcionan en hábito y el carácter en nuestra existencia común con otros y también de nuestras posibilidades más intrínsecamente existenciales” (Millán, 2014, p. 73).

La historia puede confirmarnos que la vida humana tal y como la conocemos tiene su origen en la comunidad (y en la comunicación, por lo tanto), recordemos incluso que Aristóteles en su Política nos dice que la vida en comunidad es la forma más elevada de vida a la que el hombre puede aspirar, porque a partir de este modus vivendi es que se puede alcanzar la autosuficiencia (primero la casa, luego la aldea y, al final, la ciudad que ha alcanzado ya el nivel más alto de autarkéia); Aristóteles nos dice, pues, que la vida en comunidad nació por las necesidades de la vida, pero que ha subsistido para el bien vivir, pues al contrario del que por naturaleza es insocial, los hombres —politikón zóion— que habitan dentro de una comunidad son perfectos y mejores a los animales, porque pueden hacer uso de la palabra para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, lo justo y lo injusto. Al respecto, “el estagirita” nos dice lo siguiente: “Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios” (Aristóteles, Política, I, 2, 1253a).

Y sí, yo sé, la cita de Aristóteles suena muy “políticamente incorrecta”, sin embargo, no podemos dejar de concederle cierta razón, porque incluso la ética, aquella rama de la filosofía que nos permite juzgar a la cita del maestro de Alejandro Magno como “políticamente incorrecta”, se construye por consenso, ya que, brevemente, hay que recordar que para que un juicio esté correctamente fundamentado a nivel teórico (sobre todo a nivel ético), este debe contar con el respaldo de la comunidad. Para entender mejor esto, vuelvo a decir, brevemente, hay que hacer mención de Karl-Otto Apel, uno de los principales partidarios de la ética del discurso. Veamos. Este filósofo alemán propuso lo que se dio en llamar el a priori racional de fundamentación, fundamentado en principios trascendentales que obligan a los participantes de una comunidad de comunicación a entender que todos deben tener la misma cantidad de derechos y la misma capacidad para consensuar infinitas soluciones para todos los problemas —incluso inimaginables— que se pueden presentar en el mundo de la vida.

Lo que Karl-Otto Apel propuso (junto con Habermas) cuando intentó reformular el paradigma kantiano universalista del deber ideal, que estaba fundado en un solipsismo metódico, a través de una fundamentación de un principio procedimental formal: no puede argumentar quien no reconoce —a priori— al otro como igual, racional y capaz de argumentar, para la fundamentación discursiva de las normas que se pueden consensuar universalmente, fue, precisamente, concederle al otro la absoluta dignidad de ser otro para poder reconocer sus argumentos y rebatirlos hasta que se logre la seducción por el mejor argumento. Es decir, Apel termina demostrando que la argumentación (así como el lenguaje) es un irrebasable, porque es gracias a éste que se puede fundamentar lo que se dice para demostrar que eso que se dice es tal y como se dice que es.

Sin embargo, vuelvo a preguntar, ¿es esto verdaderamente posible en tiempos de ‘posverdad ’ (1) y redes socio-digitales? ¿Es posible esto en tiempos de relativización de la verdad y en donde todo depende de la propia interpretación en nombre de la defensa de la propia subjetividad —cada uno con su propia y válida verdad personal—, misma que esgrime sus mejores argumentos después de sostener ‘una plática’ con el Chat GPT? Hablemos un poco de ello.

(1) Hablamos de una idea o representación aceptada y captada por las audiencias, generalmente aquellas que se dispersan en las redes socio-digitales, que bien pueden ser erróneas o modificadas, y que persiguen fines desinformativos, engañosos, pero que son ampliamente compartidas o ampliadas, desembocando en noticias falsa, por ejemplo. Hoy, para los seres humanos, todo lo que se comunica, vale, porque la mentira se ha interiorizado.

Quisiera volver un tanto atrás en el discurso para remarcar una pequeña parte del mismo, ya que más arriba dije, y me autorreferencío: “por doquier gente profesional, de la farándula, activistas y amigos hablándonos, al mismo tiempo, por cierto…”. Independientemente de nuestras creencias, preferencias y admiraciones, creo que todos podríamos coincidir en que la historia nos muestra que, en realidad, no somos tan únicos como a nosotros nos gustaría pensar (quizás por haber sido engañados por nuestra madre que así nos concibe desde el amor: únicos), la realidad es que solemos parecernos en nuestras conductas porque somos humanos y, en este caso, latinoamericanos, mexicanos, hombres o mujeres que han sido educados de manera muy parecida, puesto que incluso fuera de nuestro círculo de amigos, de nuestra colonia, de nuestro Estado y de nuestro país y continente, tanto nosotros como los miembros de una tribu bantú en África (la mayoría de nosotros y la mayoría de ellos) sabríamos, por ejemplo, que matar a otro ser humano está mal. De esa misma manera, podríamos identificar si alguien está pensativo, asustado o asqueado, ¿cierto? Pues confiando en esa intuición, les pregunto: ¿Qué tienen en común ‘el crucificado’, el Buda y el profeta Mahoma? ¡El silencio! Los tres supieron guardar silencio antes de llegar con la buena nueva: Cristo en el desierto, el Buda en las montañas y Mahoma en una cueva. A nosotros nos hace falta guardar silencio y aprender a aceptar que no siempre tenemos algo valioso que decir, y que aun cuando guardamos silencio, nos estamos pronunciando (bien desde la sensatez y la cautela, pero también desde el reconocimiento de la propia ignorancia). Al respecto, el filósofo Paul Watzlawick y otros, en su libro intitulado: Teoría de la comunicación humana, escribió esto:

si se acepta que toda conducta en una situación de interacción tiene un valor de mensaje, es decir, es comunicación, se deduce que por mucho que uno lo intente, no puede dejar de comunicar. Actividad o inactividad, palabras o silencio, tienen, siempre valor de mensaje: influyen sobre los demás quienes, a su vez, no pueden dejar de responder a tales comunicaciones y, por ende, también comunican. Debe entenderse claramente que la mera ausencia de palabras o de atención mutua no constituye una excepción a lo que acabamos de afirmar (Watzlawick, et al., 1985, p. 50).

En este sentido, pienso que nos hace falta ser un poco más sensatos y humildes a partir del reconocimiento de nuestros propios límites técnicos y biológicos, pero también en aras de la conciencia que se debe tener a partir del reconocimiento de que nuestras acciones y palabras tienen consecuencias, pues si bien es cierto que hoy somos dueños del contenido, por lo menos aparentemente, ya que si algo queda claro es que hoy los algoritmos, que han pasado de formar parte de un software que era capaz de ayudarnos a ejecutar y resolver tareas sencillas, hoy ya son capaces de lograr tener cierta autonomía y ejecutar autoentrenamientos de aprendizaje para la toma de decisiones en situaciones dadas (deep learning), son aquellos que han pasado a asumir la tarea de ese autoconocimiento al que nos estamos refiriendo, en aras de la generación de ganancias económicas, al que podemos acceder, porque lo podemos adecuar a nuestras necesidades, ello no quiere decir que estemos necesariamente informados, sino todo lo contrario, hoy preferimos lo que solo es aparente, lo que suena “reflexivo” y “profundo”, pero que en realidad está vacío, pues en esa era vivimos, en la del vacío. Mucho se habla hoy día de la pseudociencia, ¿pero ¿qué sucede con la pseudofilosofía y las respuestas que esta suele brindar? Al respecto, Mane Tatulyan (2021, p. 20) sostiene que “El imperativo progresista nos indica que las concepciones apriorísticas de definición del ser humano son ya anticuadas, que la verdadera identidad se gesta en la cultura como proceso de construcción social”.

Guy Debord, nos dice en La sociedad del espectáculo, primero, que “El espectáculo se presenta a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación. En tanto que parte de la sociedad, el espectáculo es expresamente el sector que concentra toda mirada y toda conciencia” (Debord, 1995, p. 8), y después, mucho más adelante en el libro: “El espectáculo es absolutamente dogmático y al mismo tiempo no puede llegar realmente a ningún dogma sólido” (Debord, 1995, p. 40). En efecto, hoy todo es relativo, hoy todo se “desvanece en el aire” y, por lo tanto, la confianza se rompe y el autoconocimiento se imposibilita hasta sus últimas consecuencias, porque, de nuevo citando a Watzlawick y otros: “cualquier comunicación implica un compromiso y, por ende, define el modo en que el emisor concibe su relación con el receptor” (Watzlawick, et al., 1985, p. 52). En un mundo en donde la confianza está rota a causa del espectáculo en donde el ser humano se vuelve un medio y no un fin (contrariamente a lo que quería Kant), entonces reina el engaño y la acción puramente estratégica.

Así pues, indiferentes y “diferentes”, con obvias ganas de subsumirnos en “lo mismo”, todo lo que nos rodea tiene que ver con las imágenes grotescas, con el espectáculo y con el engaño, porque todo tiene que ganarse nuestra atención para que valga la pena, para que sea digno de nosotros, el conocimiento y las clases en las escuelas entre ellos, por ejemplo. Por supuesto que la filosofía siempre ha sido una gran crítica de esto, del espectáculo, ya que los filósofos saben bien que, en efecto, aprender es una actividad que transforma y que subleva a los seres humanos cuando estos son bien conducidos. Así pues, la filosofía y los filósofos saben que una buena conducción sobre los alumnos es importante, por tanto, también saben que, en tanto proceso de transformación, una buena conducción implica también el saber conducir, es decir, implica un profesor preparado, por supuesto, pero también un alumno dispuesto a aprender y a transformarse con el profesor a partir de las enseñanzas del mismo. Digo que es un proceso de transformación porque, al enseñar, el maestro afina, afianza y cuestiona sus conocimientos, los repasa y los comienza a dominar cada vez mejor (aprende), al tiempo que enseña y propicia el aprendizaje en el alumno. Sin embargo, como dije antes, esta ha sido una lucha constante entre la filosofía y el conocimiento vulgar que busca disfrazarse de sabiduría (con intenciones variopintas). Pero, como todos sabemos, la filosofía ha ganado muy pocas veces en este sentido. Si uno revisa, por ejemplo, el tomo II de Parerga y Paralipómena, libro del filósofo Arthur Schopenhauer, uno se va a encontrar con que el filósofo de la voluntad, ya era consciente de que “el espectáculo” obstaculizaba el aprendizaje, y enfurecido por la situación, escribió: “En nuestros días el fumar cigarros y el politiqueo han desterrado a la erudición, del mismo modo que los libros de ilustraciones para niños grandes han sustituido a las revistas literarias” (Schopenhauer, 2009, p. 584).

Pasamos nuestro día, nuestras vidas enteras “espectacularizándonos”, autoexplotándonos y construyendo puras fachadas para relacionarnos con los otros, las cosas y con uno mismo, abriendo paso así a lo que el periodista mexicano Juan Miguel Aguado, en su libro intitulado: Mediaciones ubicuas: ecosistema móvil, gestión de identidad y nuevo espacio público, denomina, junto con otros autores, como egósferas, es decir, la manera en la que los usuarios construyen su identidad digital en sus espacios socio-digitales, con la intención de presentarse y re-presentarse frente a los otros usuarios, por más que esta construcción sea una mera fachada —de nuevo, acción dramatúrgica y estratégica—, que les permite conseguir una “buena puntuación cívica” y buena reputación en diferentes espacios. Habermas:

El intérprete puede interpretar racionalmente la acción poniendo de manifiesto en ella elementos de engaño y de autoengaño. Puede mostrar el carácter latentemente estratégico de una autopresentación, comparando el contenido manifiesto de la expresión, es decir, aquello que el actor hace o dice, con aquello que el actor piensa (Habermas, 1992, p. 151, las cursivas son mías).

Les pido que no me malentiendan, no estoy apelando a una especie de “apología de la tecnofóbia”, sino vinculando el asunto con la dificultad extrema de conocerse a uno mismo, potenciada por la creciente inmersión del hombre en espacios digitales, que lo remite a una caverna dentro de otra caverna, muy parecido al relato de Platón descrito en La República. Ahora nos comunicamos con la gente viendo, por ejemplo, su foto de perfil, una “sombra de la sombra”, detrás de la cual mora la sombra imperfecta de lo que se supone que el hombre es. Sin embargo, lo criticable no es la comunicación instantánea, sino el hecho de que ésta se está convirtiendo en la única y principal.

Referencias

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Debord, G. (1995). La sociedad del espectáculo. (pp. 8-40). Santiago, Chile: Ediciones Náufrago.

Dussel, E. (1996). De la naturaleza económica. En: Filosofía de la liberación. (p. 142). Bogotá, Colombia: Editorial Nueva América.

Gadamer, H. (1998). Verdad y método II. (pp. 150-210). Salamanca, España: Sígueme.

Habermas, J. (1992). La problemática de la «comprensión» en las ciencias sociales. En: Teoría de la acción comunicativa, I. (p. 151). Madrid, España: Taurus.

Heidegger, M. (2006). Análisis del fenómeno del tiempo y obtención del concepto del tiempo. En: Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo. (p. 302). Madrid, España: Alianza Editorial.

————— (1960). Serenidad. Eco. Revista de La Cultura de Occidente, 1, (p.23). Kafka, F. (1981). Carta al padre. (p. 25). Madrid, España: Akal/Básica de bolsillo.

Maturana, H. (1996). Homenaje Lola Hoffman. En: El fundamento de lo humano. (pp. 111-112). Santiago, Chile: Dolmen ediciones.

Millán, M. (2009). Génesis de la comunicación intersubjetiva. En: Nosotros y los otros: la comunicación humana como fundamento de la vida social. (p. 26). México: Editoras los miércoles.

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Moreno, I. (2011). Cultura digital y sociedad relato AUDIO-visual. En: Narrativas audiovisuales: mediación y convergencia. (p. 31). España: Ícono 14 editorial.

Richards, S. (2000). La naturaleza de la ciencia: ciencias físicas, biológica y social. En: Filosofía y sociología de la ciencia. (p. 91). Ciudad de México, México: Siglo XXI editores.

Schopenhauer, A. (2009). Sobre lenguaje y palabras. En: Parerga y Paralipómena, II. (pp. 577-591). Madrid, España: Trotta.

——————— (2005). El lenguaje y las palabras. En: Pensamiento, palabras y música. (pp. 67-83). Madrid, España: Biblioteca Edaf.

Tatulyan, M. (2021). La singularidad radical. Ensayo sobre los fenómenos singulares. Madrid, España: Experimenta editorial.

Watzlawick, P., et al. (1985). Algunos axiomas exploratorios de la comunicación. En: Teoría de la comunicación humana. Interacciones, patologías y paradojas. (pp. 50-52). Barcelona, España: Herder editorial.

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