OCTUBRE FEROZ LOUKA & FERRAN

RESISTIR BAJO LA LLUVIA

❞𝐌𝐞 𝐚𝐥𝐞𝐠𝐫𝐨 𝐝𝐞 𝐯𝐢𝐯𝐢𝐫 𝐞𝐧 𝐮𝐧 𝐦𝐮𝐧𝐝𝐨 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐱𝐢𝐬𝐭𝐞 𝐨𝐜𝐭𝐮𝐛𝐫𝐞❞. La frase es de Anne Shirley. La escribió en la novela de Lucy Maud Montgomery, y lo hizo con el candor de una huérfana que empezaba a descubrir la vida. Lo digo porque aquí, en esta zona de Francia, octubre es cualquier cosa menos candoroso: es como la bisagra en la que se parte el año o, mejor aún, como dijo Thoreau, es la puesta de sol del año, un apagón repentino del verano.

Es un mes tramposo: promete calma, pero lo que en realidad instala es la cuenta atrás del frío y la sospecha de que todo se va a agrietar. Octubre es el juez silencioso que decide quién sabe y desea estar solo y quién necesita seguir inventándose veranos.

“Mira, presta atención, da gracias”, escribió Mary Oliver. Y ese es el trabajo que se nos asigna en estos días: atender a cada tronco ennegrecido que resiste bajo la lluvia, a cada silencio que se instala en los bosques desiertos.

Cada hoja caída es un recordatorio de que lo bello está condenado. Es como si la montaña se cubriera de un manto de correspondencia rota: un buzón desbordado de cartas de despedida que nadie quiso leer.

SOMBRAS COMO ALMAS EN TRÁNSITO

Nunca dejará de sorprenderme la manera en que Louka se acoda a la ventanilla cuando viajamos y se pasa horas embelesado mirando el paisaje. ¿En qué piensa? Que siente alguna clase de interés sensorial por la belleza de lo que hay fuera es algo sobre lo que no dudo. El perro que viaja a tu lado, el hocico pegado al cristal, parece haber inventado la contemplación mucho antes que nosotros.

Mira lo que hay ahí fuera como quien se somete a un misterio que no necesita descifrar. Y esa forma de estar, tan radical en su simpleza, me obliga a preguntarme si no será él el verdadero poeta en este trayecto: es cierto que no necesita traducir lo que quiera que sienta a un lenguaje inteligible pero cada respiración, cada inclinación de la cabeza, cada parpadeo es un acto de pura devoción. El paisaje entero como un río sin diques.

Los avellanos han abierto el camino, pero el resto de los árboles no tardarán en unírseles.

gestos mínimos

John Updike decía que “dar voz a las cosas pequeñas es un modo de salvarlas de la nada”. Octubre es el mes perfecto para las observaciones microscópicas: un pájaro que se inclina para beber rocío; un gusano arrebatado por el pico de un zorzal; la telaraña que tiembla entre dos ramas secas...

Octubre magnifica lo frágil y lo exhibe. Emily Dickinson veía epifanías en esos gestos mínimos. Lo que ocurre en un centímetro de campo puede cargar con el peso del universo.

Hay que agachar la mirada para que el misterio se revele: un escarabajo empujando una bola de estiércol sobre el lodo, hongos cómo úlceras blancas adheridas a la madera húmeda, una gota de resina atrapando una mosca como en un relicario, las huellas de alguna criatura perdiéndose en el río... Microescenas de violencia y de ternura.

un estado mental

El mes se impone como un estado mental: ralentiza la mirada e ilumina la conciencia. Cada pequeña situación pergeña una alegoría que debes descifrar. El insecto en el ámbar como una parábola del tiempo; el rastro de la nutria como una memoria en fuga; el silencio como lo que calla entre las ramas, lo que queda de luz cuando la sombra ya ha empezado su trabajo.

Octubre es la llave que franquea el paso a ese duelo festivo en el que todo se prepara para ceder (la 'dulce rendición' de la que hablaba Oliver): las hojas rojas del arce como banderas erizadas sobre la tumba del verano.

Es el mes del derrumbe, los fuegos de artificio que anticipan el fin. Nada que festejar. No promete nada pero ofrece un espectáculo inútil, violento, bello... que es la suma de las combustiones de todo lo que perece: un fósforo mojado, una hoguera sin llamas.

corre, husmea, no discute

Nadie entiende mejor la gramática del otoño que un perro. Corre delante, husmea la humedad, se deja arrastrar por un instinto que no discute. Nosotros, en cambio, nos obstinamos en traducirlo todo a palabras, como si pudieran alcanzar la inmediatez de su olfato. Quizá haya una lección ahí: menos hablar y más oler.

Updike decía que la luz de octubre es “oblicua”. No acaricia: señala la grieta en la pared, ilumina la soledad de las cocinas. Oliver sentía que la luz cambia nuestro corazón. En octubre, lo que cambia es el pulso. Es un espejo roto en el que uno se ve tal cual: la mayoría de nosotros, resistiendo.

Lo interesante de ese octubre por venir es la belleza que persiste: un tronco cubierto de líquenes, Louka que vuelve jadeando con las patas embarradas, una columna de humo. Ahí está el secreto: en un mundo donde existe octubre —y su hermano noviembre— la belleza es más feroz, más breve, más honesta.

Octubre, visto como la historia de lo que se marchita, de lo que se rompe en silencio y lo que cae sin remedio. La fragilidad se vuelve visible: cada rama desnuda parece una advertencia y cada hoja es una instrucción de asombro.

En fin, el colofón es también de Mary Oliver:

“La vida, de cualquier manera, es corta. Lo sé. Y sin embargo, aún me dejo arrastrar por la belleza de las hojas que caen, por el sonido de los gansos en el cielo”.

cyborg en las montañas

Esta es la paradoja. Podemos vivir en 'la cabaña', pero nos acompaña un enjambre tecnológico. Al final, el refugio es más un centro de mando fractal que una cabaña: ordenadores, smartphone, VPNs, TOR, feeds globales, notificaciones, IA en varias versiones, suscripciones y pantallas. ¿Qué clase de periferia es ésa?

Una que involucra la paradoja brutal que nos convierte en cyborgs: nos vinimos al monte para vivir como campesinos que miden el tiempo por la floración del falso azafrán, el brezo o la genciana, pero terminamos convirtiéndonos en Theodore Twombly, aquel escritor que se enamora de un sistema operativo con inteligencia artificial llamado Samantha (voz de Scarlett Johansson).

Y he aquí la contradicción que mencionábamos. El campesino vive un tiempo lineal, profundo, marcado por estaciones y rituales. Nosotros vivimos un tiempo fractal, roto en segundos, notificaciones y feeds globales que atraviesan cualquier frontera. Compartimos valle, pero no especie: él pertenece a una continuidad intacta, nosotros somos el híbrido formado por la triada: humano, perro y el hormiguero electrónico de inteligencias artificiales que no se callan nunca.

Lo que se ha quebrado para nosotros no es la vida, sino la experiencia subjetiva del lugar. Antes, viajar lejos significaba sentir la distancia, ese extrañamiento de estar fuera del nido. Antes, un bosque solitario devolvía el sabor absoluto de la soledad. Ahora basta una pizquita de señal para que se derrumbe esa sensación de recogida intimidad: son como moscas zumbando alrededor de la cabeza, moscas devoradoras del misterio.

Habitamos bien nuestra hiperconexión. Pero somos perfectamente conscientes de cómo ha colonizado la alteridad: ya no existe un “afuera” que contraste con el “adentro”. Campo y ciudad, lejos y cerca, silencio y ruido… Todo se ha aplanado en la misma matriz. La distancia se volvió imposible, el misterio se extinguió bajo la avalancha de estímulos.

el mundo en el bolsillo

Antes, viajar lejos implicaba extrañamiento, una desconexión que otorgaba peso y misterio al lugar. El bosque solitario proporcionaba silencio y una ruptura con lo cotidiano, y la ausencia de señal creaba una especie de vacío fértil, una cámara de resonancia para lo telúrico.

Ahora que la distancia ha colapsado como consecuencia de internet, no importa dónde vayamos porque, a condición de que se preserve la señal, seguimos a un clic de las mismas voces, noticias y urgencias que en nuestro nido. Nunca había sido más frágil el silencio: basta una barra de cobertura para quebrarlo. La soledad ya nunca es “pura” porque la corrompen cada segundo las IA y los feeds.

Vayamos donde vayamos, el mundo se mete en el bolsillo. Cargamos con él. Y lo que hemos perdido es la posibilidad de sentirnos desplazados, desarraigados o incluso vulnerables. Es decir, eso que antes definía un viaje, una escapada, un retiro.

Hay algo más también: la hiperconexión convierte la experiencia en un enjambre de inputs sin peso, fragmentos que flotan y molestan como abejas zumbonas. No es que nos abrume por exceso de profundidad, sino lo contrario: por la superficialidad repetitiva de mensajes descontextualizados.

Y he ahí otra paradoja brutal: nunca antes tuvimos acceso a tanta información, y sin embargo la experiencia subjetiva es la de estar rodeados de ruido leve, constante, irritante, que impide la hondura. El veneno de abeja no mata, pero impide concentrarse en lo esencial.

Lo que antes eran momentos densos (un viaje, un silencio, un paisaje) ahora están atravesados por fragmentos inconexos y ligeros: cada notificación no es un acontecimiento, sino un mosquito que distrae de lo importante.

Somos como Thoreau yendo cada día a casa para que mamá le lave la colada.

In Blackwater Woods

Para vivir en este mundo debes ser capaz de hacer tres cosas: amar lo que es mortal; aferrarlo contra tus huesos sabiendo que tu propia vida depende de ello; y, cuando llegue la hora de dejarlo ir, dejarlo ir.

Alguien dijo una vez que el otoño es la estación del alma, el momento del año en que te hablan todas las cosas que has perdido. Hace ya tres años de esto, pero lo recuerdo como siempre se recuerdan los días de octubre, sin nubes, con sabor a arce, el aire dorado y tan limpio que tiembla.

¿Qué sigue pagando el otoño con tanto dinero amarillo? -Pablo Neruda

«La vida se quiebra como las hojas en otoño: primero una, luego otra, hasta que los árboles quedan desnudos. Lo que en verano parecía inmutable se revela ahora efímero. Pero en esa fragilidad hay una extraña belleza, como si cada hoja cayendo nos recordara la grandeza de haber estado vivos siquiera un instante». F. Scott Fitzgerald — The Crack-Up

«El otoño es, de todas las estaciones, la que más me acerca a la contemplación. El campo está tranquilo, los pájaros viajan hacia el sur, y yo camino entre hojas que caen como recuerdos. Hay una lección en esa caída constante: la naturaleza no teme a la pérdida. Se entrega al cambio con la serenidad de quien sabe que todo retorna».

Walt Whitman — Specimen Days (1882)

Contando akis. Sobre la rama seca, un cuervo se ha posado. Tarde de otoño. Oh, sí, el otoño, "esa segunda primavera en que cada hoja es una flor".

"Si fuera un pájaro, volaría sobre la tierra buscando sucesivos otoños". George Eliot

Louka de retirada, por la vereda de los nogales y los avellanos, junto al embarcadero. El otoño ha matado al verano con el beso más suave. Nietzsche creía que ésta es la estación del alma, más que de la naturaleza. Alguien dijo también alguna vez que todos deberíamos tomarnos un tiempo para sentarnos y observar cómo cambian las hojas y cómo finalmente caen, enamoradas de la tierra. La última y más hermosa sonrisa del año.

En algunas laderas de estas montañas se han puesto de acuerdo los avellanos, los serbales, las hayas y los arces para componer bodegones más vívidos que la paleta de colores de Picasso.

Annie Dillard decía que la naturaleza nos observa tanto como la miramos. Se diría que Louka es instintivamente consciente de esa reciprocidad: observa y se deja observar, como si supiera que en ese intercambio está la sustancia de la vida. Me hace sonreir el modo en que es capturado por la presencia de pájaro que levanta el vuelo o un campo de trigo al atardecer.

Es posible que cada sombra en la cuneta, cada nube reflejada en el cristal, sea para él como una especie de alma en tránsito, un signo. A diferencia de nosotros, ellos sienten con el cuerpo entero, con los nervios, con la vibración de los bigotes. Y en esa forma de aprehensión corporal hay una sabiduría de la que nosotros carecemos.

Washington Irving — The Legend of Sleepy Hollow (1820)

«Era una de esas tardes de otoño que pintan de oro y púrpura la naturaleza entera. El sol poniente proyectaba un resplandor suave sobre los campos, y el aire fresco parecía cargar de solemnidad a los bosques silenciosos. Todo el paisaje tenía esa melancolía que inspira la estación: un encanto que mezcla belleza y presagio.»

Henry David Thoreau — Journal (1851)

«El otoño no llega con estrépito, sino con una suavidad casi secreta: primero un cambio en la luz, luego en el aire, más tarde en los árboles. Y de repente descubrimos que el mundo se ha vuelto otro: más desnudo, más sincero, más próximo al silencio que nos aguarda.»

Walt Whitman — Specimen Days (1882)

«Los días de otoño me llenan de calma. El aire es claro y la luz, suave, como si todo lo que existe estuviera dispuesto a mostrarse sin disfraces. No hay ruido que importe, salvo el leve sonido de las hojas cayendo. Es una estación que nos llama a contemplar y a aceptar.»

John Burroughs — The Falling Leaves (1875)

«El desplome de las hojas no es un signo de muerte, sino de cumplimiento. La tierra, satisfecha con su labor, permite que las cosas caigan suavemente a su descanso. Caminar bajo esos árboles es como leer un libro de despedidas, lleno de ternura y de enseñanza.»

LOUKA SOBRE EL ALAMBRE
Hay en los días de otoño una especie de advertencia silenciosa. No es el frío todavía, ni la desnudez completa de los árboles, sino una expectación. Como si el mundo contuviera la respiración, consciente de que pronto todo se transformará.

Créditos:

Ferran & Louka