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EL PLACER DE FILOSOFAR

Por Diego Alejandro Ramírez Mendoza

Espero que estén ustedes muy bien y, sobre todo, dispuestos a pensar un poco sobre el mundo y sobre las intuiciones que tenemos sobre él, de manera tan arraigada y que han pasado a constituir, para ustedes y para mí, “verdades reveladas” e inamovibles.

No quiero perder más tiempo y quiero preguntarles, casi como haciendo al bobo, porque yo sé que ustedes, casi diría que cualquiera, conoce la respuesta: ¿Qué significa la palabra filosofía, etimológicamente hablando?

Esa es la pregunta típica, inaugural, de toda charla o clase de filosofía, ¿no es así? El profesor pregunta y los alumnos contestan: filosofía significa: amor a la sabiduría, o, más concretamente, amor a lo sabio. La palabra se compone de las palabras griegas: Philo = amor y Sophia = sabiduría. En efecto, eso es correcto, filósofo es aquel viviente que es amante, o incluso amigo, de la sabiduría. Que, por cierto, esa palabra, la de amigo, o bien, la de philía, es especialmente importante para el autor que estaremos tratando. Pero bueno, eso, el filósofo ama o es amigo del saber, busca la sabiduría por ella misma, pero no como una “simple” descripción de los hechos, sino yendo más allá, apelando a la razón que conoce el sabio. ¿Qué significa para ustedes que la palabra filosofía signifique amor a la sabiduría, a lo sabio?

Si nosotros nos comprometemos y nos comportamos con absoluta responsabilidad y rigor, así como lo hicieran alguna vez Aristóteles, Kant o Heidegger, y aceptamos la empresa de tratar de ir más allá de la etimología, nos daremos cuenta de que la filosofía y su definición obedece a la corriente filosófica a la que se suscriba quien defina a la palabra misma. Y es que, a pesar de que la filosofía es tan rigurosa y complicada como lo es la ciencia, hay que tener muy en claro que estos dos terrenos cultivados por la humanidad, a pesar de que nos ayudan a entender mejor al mundo (que bien podríamos definir como nuestra totalidad de sentido, ya que dentro de él se encuentran vertidas todas nuestras experiencias o contenidos vivenciales, como diría el gran E. Husserl), ciencia y filosofía no poseen ni los mismos métodos ni los mismos intereses y eso no debemos perderlo jamás de vista.

Por un lado, la filosofía se ocupa de la totalidad del Ser (ontología), mientras que, por el otro, se ocupa del conocimiento, de cómo conocemos, de las posibilidades y alcances del conocimiento (gnoseología). Así, pese a que podemos asistir a esclarecimientos, divisiones, ramificaciones y concepciones, no podemos olvidar que dependerán de aquellos que estén haciendo filosofía en una determinada época histórica. Por ejemplo, y cito aquí al filósofo José Ferrater Mora:

En los filósofos del idealismo alemán, la filosofía es el sistema del saber absoluto, desde Fichte, que la concibe como la ciencia de la construcción y deducción de la realidad a partir del Yo puro como libertad, hasta Hegel, que la define como la consideración pensante de las cosas y que la identifica con el Espíritu absoluto en el estado de su completo autodesarrollo.

Mientras que, por otro lado, para los filósofos que tuvieron como predecesores al positivismo lógico o la escuela analítica de Cambridge, y más aún, del Círculo de Viena, hablamos aquí de pensadores como L. Wittgenstein, suponían que, y vuelvo a citar a Ferrater:

La filosofía sería aquí, en suma, una “aclaración” y, sobre todo, una “aclaración del lenguaje” para el descubrimiento de pseudoproblemas. La filosofía no tiene por misión, según estas direcciones, solucionar problemas, sino despejar falsas obsesiones: en el fondo, la filosofía sería una “catarsis intelectual.

Así que, vuelvo y repito, la pregunta por la definición de la filosofía no es una pregunta ajena a la filosofía ni una que se pueda responder solo a través de la etimología, sino que es, de hecho, una pregunta estrictamente filosófica, cuya respuesta será siempre parcial y de acuerdo con la visión del filósofo que la conteste. Aunque, eso sí, en todas encontraremos la genuina preocupación y ánimo de conocer mejor al mundo, desde la razón y sus límites como diría Kant, o reflexionando sobre la voluntad como diría Schopenhauer. Por lo tanto, enseñar o charlar en derredor a la filosofía no debe ser únicamente una actividad que consista en recordar fechas y corrientes, si es que la palabra se permite aquí, sino transmitir verdaderamente la genuina angustia sentida por aquel que se pregunta, por ejemplo: “¿Por qué hay algo y no más bien nada?”. Hay que permitir que el aguijón de la angustia existencial penetre en nosotros y nos permita sentir en carne viva y propia lo que provoca preguntarse por la totalidad del mundo.

Así que, ¿qué sentido tiene saber entonces que filosofía significa ‘amor a la sabiduría’, a lo sabio? Probablemente sea sólo un dato que podamos compartir en casa jugando alguna trivia, pero no mucho más allá de eso. Para verdaderamente llenar la palabra de sentido hay que vivir la filosofía. El filósofo alemán Hans-Georg Gadamer nos dice que “es verdad que podemos conocer en el espejo del lenguaje las cosmovisiones de los pueblos e incluso la estructura concreta de su cultura”. Otro gran filósofo, Manuel García Morente, nos advierte que todas las actividades que la humanidad ha hecho, han adquirido su significado claro y su concepto definido una vez que se ha producido ese hacer, porque antes de haber hecho, se puede conocer el significado, pero este estará vacío porque no estará vestido de vivencia, o porque estará desituado de una cultura determinada que intente realizar cualquier definición según sea el caso. Manuel García Morente nos dice:

En cambio, una definición que se dé de la filosofía, antes de haberla vivido, no puede tener sentido, resultará ininteligible. Parecerá acaso inteligible en sus términos; estará compuesta de palabras que ofrecen un sentido; pero ese sentido no estará lleno de la vivencia real. No tendrá para nosotros esas resonancias largas de algo que hemos estado mucho tiempo viviendo y meditando.

Luego entonces, hay que empezar a ser verdaderos amigos de la sabiduría, dejar de asistir a pensamientos del tipo: “los filósofos fumaban de la buena”, pensar que la filosofía consiste en espetar enredos ensayísticos que pueden o no ser verdaderos, lógicos o no, porque solo basta con que suenen elegantes o “profundos”. Para convertirnos en amigos de la sabiduría como lo es el filósofo, primero es necesario capacitarse y tener una disposición de ánimo que nos permita ser capaces de recuperar esa fascinación por la contemplación que nos permite preguntar como los niños que todo lo problematizan. Recordemos que Aristóteles, por ejemplo, nos dice que: “Aquellos que pueden contemplar más son también más felices no por accidente, sino en virtud de la contemplación”.

En fin, seamos amigos, entonces, de la sabiduría, de los otros y las cosas, ya que ello nos conducirá a una vida plena (sin que ello nos exente, claro, de la angustia y del sufrimiento, sino plena por estar siempre siendo pensada, reflexionada), segura y virtuosa. Agradezcamos a quienes tenemos cerca y nos hacen ser quienes somos, porque para conocer, hay que hacer referencia a un mundo, mismo que se construye entre todos sus habitantes.

Decía yo que la amistad sería un concepto importante para nosotros, pues Epicuro, nuestro filósofo de hoy, le confería un gran valor a eso precisamente: a la amistad, misma que reinaba en El jardín, lugar en donde los epicúreos se reunían. Para prueba de lo anterior están las afirmaciones realizadas, primeramente, por la catedrática emérita de Filología Griega de la Universidad de Barcelona, Monserrat Jufresa, quien, en su Estudio preliminar sobre este autor, aparecido, por cierto, en el texto que compila todos los escritos que tenemos sobre él y que se intitula: Obras, nos dice muy claramente que:

A pesar de los esfuerzos realizados por algunos estudiosos para dilucidar la organización concreta por la que se regían las comunidades epicúreas, lo único que puede afirmarse con verosimilitud es que las relaciones entre el sabio y sus discípulos se desenvolvían en un ambiente de amistad y confianza, y en una atmósfera de libertad, consideradas casi como elementos de una terapia conducente a sanar los males del alma y a lograr la tranquilidad y el equilibrio inherentes al objetivo de alcanzar una vida feliz.

En segundo lugar, es el mismo Epicuro quien, en dos de sus Máximas Capitales (en la veintisiete y veintiocho, para ser exactos), nos dice:

1. “De cuantos bienes proporciona la sabiduría para la felicidad de toda una vida, la amistad es la más importante”.

2. “La convicción que nos asegura que ningún mal terrible es eterno o muy duradero, nos hace comprender también que, dentro de los límites de la vida, la seguridad se obtiene principalmente gracias a la amistad”.

Pero antes de adentrarnos en su modus philosophandi quizás convenga mencionar, brevemente, algunos datos biográficos sobre el filósofo. Epicuro fue un hombre que, según he podido leer, vivió siempre atendiendo a sus propias enseñanzas, por lo que, a diferencia de otros pensadores como Heidegger, de él sí podemos decir que vivió de acuerdo a su propia filosofía, una muy ascética, hay que decirlo. Este señor gustaba de alimentarse de queso, pan y agua, platillos sumamente sencillos en su mayoría, aunque sin privarse de los grandes banquetes cuando había oportunidad. Sí leemos la introducción escrita por la doctora Jufresa, encontraremos que Hermipo, uno de los biógrafos de Epicuro citados por Diógenes Laercio, cuenta que tras haber estado sufriendo por dos semanas, aproximadamente, a causa de un problema en la vesícula, Epicuro, antes de morir, “se sumergió en un baño de agua caliente y bebió de un sorbo una copa de vino puro. Luego exhortó a sus amigos a no olvidar sus enseñanzas y expiró”.

Nuestro filósofo de gustos sencillos siempre fue un personaje concebido como heterodoxo en su tiempo, ya que en su jardín eran todos bienvenidos: esclavos, niños y mujeres, cosa extraña para la Atenas de ese momento, una sumergida en álgidos momentos tras la muerte de Alejandro Magno. Por aquellos años, durante el 321, nuestro aun joven pero curioso pensador viajó hasta ese sitio —Atenas— para cumplir con su servicio militar, pero una vez culminado, se reunió de nuevo con su familia que había emigrado de Samos (lugar de nacimiento de nuestro personaje) a Colofón, y allí comenzó a dedicarse definitivamente a la filosofía.

En la Carta a Meneceo, Epicuro dice que a nadie se le debe hacer ni muy temprano ni muy tarde para comenzar a filosofar, nadie es ni muy niño ni muy anciano para hacerlo. Pues Epicuro, de nuevo, dio el ejemplo, ya que su actividad filosófica comenzó a los catorce años según sus propias palabras, formándose primero con el platónico Pánfilo, después con el peripatético Praxífanes y más tarde con el atomista Nausífanes de Teos. Su temprana formación le causó un gusto por los estudios en ciencias naturales, porque podían brindarle explicaciones más certeras que las ofrecidas por los mitos cosmogónicos de su época, por lo que

Se ha dicho que Demócrito, Nausífanes […] y el propio Epicuro marcan en la filosofía griega una línea progresiva que acaba por dar paso a la ciencia empírica, ya que, aunque todos ellos admitan otros criterios de conocimiento, en las doctrinas de estos filósofos los sentidos tienen un valor unificador.

Así, no resulta extraño que nuestro pensador reconociera en su juventud, aunque teniendo importantes diferencias, a Demócrito como “el primero en establecer un sistema gnoseológico (1) correcto, y que llamaba democrítea porque Demócrito, antes que él, había descubierto los principios”. Al mismo tiempo y para finalizar con este pequeño apartado biográfico, quisiera agregar una cosa más, que las bases de nuestro pensador, como hemos visto, fueron muy amplias, pues recibió educación de grandes filósofos que le heredaron el atomismo como base, pero también la búsqueda del placer como catalizador de los quehaceres del hombre, ya que

Epicuro tiene también un antecedente en el socrático Aristipo de Cirene, quien lo había precedido en la consideración del placer como la base natural que motiva la conducta humana. No obstante, el tratamiento que da Epicuro a estos conceptos de átomo, placer y felicidad, posiblemente recogidos de otros pensadores, convierten a su doctrina, gracias a la finura y profundidad de su análisis, en algo propio y original.

(1) Cuando decimos gnoseológico, nos referimos, pues, a teoría del conocimiento. Aunque, existe cierta dificultad en el uso de aquella palabra [gnoseológico, gnoseología], porque no están claras las diferencias entre gnoseología y epistemología. La palabra epistemología es usada generalmente cuando se hace referencia a problemas referentes a teorías del conocimiento estrictamente científico, mientras que gnoseología es usada para las teorías del conocimiento en general. José Ferrater Mora, en su Diccionario de filosofía, específicamente en el Tomo I, dice lo siguiente: “no es siempre fácil distinguir entre problemas de teoría del conocimiento en general y problemas de teoría del conocimiento científico, es inevitable que haya vacilación en el uso de los términos”.

En fin, sobre este filósofo, que promovía la phrónesis —el juicio— para una vida libre y feliz, es mucho lo que se puede decir, sin embargo, considero que es momento de pasar al tema central: realizar un pequeño comentario sobre la Carta a Meneceo. Bien, quisiera empezar diciendo que la lectura fue complicada, pero edificante por todo lo que plantea. Pienso que es importante decir que para Epicuro el placer es lo más importante. El pensador proponía como una máxima el vivir con la mayor cantidad de placer posible y erradicar las causas de las mayores penas, y decía que la clave para lograrlo se encontraba, como ya lo advertimos antes, en ser una persona prudente, sensata y virtuosa, ya que

el principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia. Por eso, más preciada incluso que la filosofía resulta ser la prudencia, de la cual nacen todas las demás virtudes, pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir juiciosa, honesta y justamente, ni vivir de manera juiciosa, honesta y justa sin vivir placenteramente. En efecto, las virtudes son connaturales con el vivir placentero y el vivir placentero es inseparable de ellas.

Dicho lo anterior, no resulta raro entonces que nuestro filósofo sostenga que

para nadie es demasiado pronto ni demasiado tarde en lo que atañe a la salud del alma. El que dice que aún no ha llegado la hora de filosofar o que ya pasó es semejante al que dice que la hora de la felicidad no viene o que ya no está presente.

Y es que el pensador nos invita a concebir la filosofía como una actividad de pensamiento y meditación constante que trae consigo el cuidado de uno mismo y la sanación del alma que conduce a la ataraxia (imperturbabilidad) del sabio que vive como los dioses entre los hombres. Al respecto, nuestro filósofo establece lo siguiente:

estas cosas, pues, y las que les son afines, medítalas noche y día dentro de ti y con quien sea semejante a ti, y nunca, ni en vigilia ni en sueño, padecerás turbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un viviente mortal el hombre que vive entre bienes inmortales.

Ahora bien, ya que estamos hablando del placer, que Epicuro nos advertirá que es el bien primero y congénito, gracias al cual “iniciamos toda elección y rechazo, y en él rematamos al juzgar todo bien con arreglo a la afección como criterio”, hay que tener claro que el autor distingue entre dos tipos de placeres: el placer de la carne, que es la ausencia de padecimiento del cuerpo y el placer del alma que él denomina, como ya se escribió párrafos más arriba, ataraxia y que podría entenderse como ausencia de turbación anímica.

Siguiendo bajo la misma lógica, habría que decir que se deja entre ver en la carta que no todo depende enteramente de nosotros, aun cuando buscamos vivir siempre con prudencia y virtuosidad (que no debe entenderse, por el contrario, vivir buscando siempre el lujo y la ostentación, sino sabiendo disfrutar de la simpleza más que de la opulencia). Digo lo anterior, ya que nuestro filósofo establece que

los alimentos simples conllevan un placer igual al de un régimen lujoso, una vez que se ha suprimido el dolor que provoca la carencia; y el pan y el agua proporcionan un placer supremo cuando se los ingiere necesitándolos. Por lo tanto, el hábito de regímenes simples y no lujosos es adecuado para satisfacer la salud, hace al hombre diligente en las ocupaciones necesarias de la vida, nos pone en mejor disposición cuando a intervalos accedemos a los alimentos lujosos, y nos prepara libres de temor ante la suerte.

Dicho lo anterior, hay que hablar pues de lo que nuestro autor opina acerca del temor a la muerte y a los dioses, pues hace unas proposiciones bastante innovadoras para su tiempo, pienso. El filósofo propone que, primero, no debemos temer a los dioses, porque debemos ser conscientes de que estos no se inmiscuyen en los asuntos vertiginosos de la vida humana en tanto que son seres incorruptibles (permanente restauración de los ingredientes que conforman el organismo divino) e imperturbables. Al respecto establece: “no le atribuyas nada diferente a su incorruptibilidad o a la dicha; sino que todo lo que es poderoso a preservar la dicha unida a la incorruptibilidad, opínalo a su propósito”. Si éstos se inmiscuyeran en la vida humana, en sus asuntos, perderían lo antes mencionado: la imperturbabilidad y la incorruptibilidad.

A propósito de lo dicho en el párrafo de arriba, nuestro autor es sumamente crítico con la concepción que tienen los vulgos sobre los dioses, ya que ellos tienen presuposiciones falsas sobre los últimos en tanto que, “habituados a sus propias virtudes en todo momento, acogen a sus semejantes, considerando como extraño todo lo que no es de su índole”. El ser humano vulgar, sin embargo, confiere al dios un interés en los asuntos del mundo y, particularmente, en los nuestros, en los suyos, una voluntad –o capricho– de intervenir en ellos que puede verse influenciada por actos humanos de culto y veneración a manera de soborno que termina por volverlos —a los vulgares— esclavos y a los dioses ir en contra de su naturaleza.

Pese a que podría acusarse de impío a Epicuro, tenemos que ser cuidadosos al respecto, pues éste no niega la existencia de los dioses y es muy claro al respecto:

ciertamente los dioses existen: en efecto, el conocimiento acerca de ellos es evidente. Pero no son como los estima el vulgo; porque éste no preserva tal cual lo que de ellos sabe. Y no es impío el que rechaza los dioses del vulgo, sino el que imputa a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las afirmaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino suposiciones falsas.

Muy de la mano, al respecto del miedo a la muerte, Epicuro nos dice que hay que acostumbrarnos a pensar que

la muerte no es nada en relación a nosotros. Porque todo bien y todo mal está en la sensación; ahora bien, la muerte es privación de sensación. De aquí se sigue que el recto conocimiento de que la muerte no es nada en relación a nosotros hace gozosa la condición mortal de la vida, no añadiéndole un tiempo ilimitado, sino apartándole el anhelo de inmortalidad. Pues no hay nada temible en el vivir para aquel que ha comprendido rectamente que no hay nada temible en el no vivir. Necio es, entonces, el que dice temer la muerte, no porque sufrirá cuando esté presente, sino porque sufre de que tenga que venir. Pues aquello cuya presencia no nos atribula, al esperarlo nos hace sufrir en vano.

El anterior consejo del autor no resulta nada raro si tomamos en cuenta que también nos propone el siempre ser cuidadosos con aquellos placeres que elegimos para nosotros cuando de estos después se desprende un mal mayor. Al respecto Epicuro dice que “a veces omitimos muchos placeres, cuando de éstos se desprende para nosotros una molestia mayor; y consideramos muchos dolores preferibles a placeres, cuando se sigue para nosotros un placer mayor después de haber estado sometidos largo tiempo a tales dolores”.

Luego entonces, por ejemplo, el negar a la muerte (acontecimiento seguro e inherente a la vida) no tiene ningún sentido, pues no hay opción cuando de su venida se trata, y pretender ocultarla bajo la idea de la inmortalidad, la ciencia, o hasta las ideas religiosas (muchas veces maniqueístas) solo acarreará falsas esperanzas y nos privará de vivir y prepararnos para ella. Por ese motivo es mejor entender nuestra propia naturaleza finita, misma que es extensiva para otros diferentes a los hombres. Francisco Varela, un aclamado científico y filósofo, y otros, escribieron un libro intitulado: De cuerpo presente, ahí ellos dijeron: “donde hay nacimiento, hay muerte; en cualquier proceso de origen, la disolución es inevitable. Los momentos mueren, las situaciones mueren, las vidas cesan […] Los cuerpos envejecen, decaen y mueren”. Finalmente, es mejor, repito, y según lo que dijo Epicuro, afrontar la idea desde el inicio y sin engaños placenteros pero fugaces, que devienen en toda una vida perturbada y llena de frustración.

Por otro lado, quisiera decir que las palabras de nuestro filósofo de hoy me recordaron a las del filósofo Epicteto, ya que, en su Manual para la vida o Enquiridión, nos dijo que

los hombres se ven perturbados no por las cosas, sino por las opiniones sobre las cosas. Como la muerte, que no es nada terrible —pues entonces también se lo habría parecido a Sócrates— sino que la opinión sobre la muerte, la de que es algo terrible, eso es lo terrible. Así que cuando suframos impedimentos o nos veamos perturbados o nos entristezcamos, no echemos nunca la culpa a otro, sino a nosotros mismos, es decir, a nuestras opiniones. Es propio del profano reclamar a los otros por lo que uno mismo ha hecho mal; el reclamarse a sí mismo, propio del que ha empezado a educarse; propio del instruido, el no reclamar ni a los otros ni a sí mismo.

Ahora bien, pienso que lo propuesto por Epicuro tiene gran valor e importancia, sobre todo por su mirada tan innovadora, sin embargo, también creo que le hace falta pensar en un punto medio entre el placer y el dolor (que han de elegirse, como ya sabemos, persiguiendo el placer más grande y duradero aun cuando primero se deba soportar algún dolor o renunciar a otro placer), pues ¿A caso no es humano y digno del viviente en general perturbarse ante las grandes perplejidades a las que nos enfrentamos continuamente?

Es decir, ¿no hasta los humanos que filosofan y meditan, se asombran de advertir cuán poco alerta están en su vida cotidiana? ¿No es verdad que gran parte de nuestro actuar racional se funda sobre la base de las emociones y afecciones que el cerebro nombra y califica? Volvamos, pues, a citar a Varela et al.,

Constantemente pensamos, sentimos y actuamos como si tuviéramos un yo que proteger y preservar. La menor intrusión en el territorio del yo (la astilla en el dedo, el vecino bullicioso) despierta temor y furia. La menor esperanza de exaltación del yo (ganancia, elogio, fama, placer) despierta codicia y afán. Todo indicio de que una situación es irrelevante para el yo (aguardar un autobús, meditar) provoca aburrimiento. Tales impulsos son instintivos, automáticos, ubicuos y poderosos.

¿No será que es normal perturbarse y tener miedo en ciertas situaciones como cuando nos enfrentamos a la idea de la terminación de nuestra vida para que de ello se busquen alternativas que le den sentido a la misma y nos conduzcan a la filosofía, por ejemplo, altamente terapéutica y sanadora? Pienso entonces que perturbarse y tener miedo es también deseable en tanto que humanos finitos y curiosos, pues ya incluso lo sostuvo Aristóteles en su Ética Nicomáquea: el contexto y situación importan, siempre y cuando aquello que se haga voluntariamente, se realice “uno estando en su poder hacerlo y sabiendo, y no ignorando, a quién, con qué y para qué lo hace”, incluso temer a la muerte.

Siendo muy consciente de que el tema no ha quedado agotado ni el autor revisado completamente, me despido de ustedes con la esperanza de seguir dedicándole tiempo, para seguir caminando sobre la senda de la filosofía.